A través de una agencia de viajes conseguí un billete de ida a Bangkok y arreglé la cuestión de las visas. Luego me abastecí de equipo de viaje, compré la Lonely Planet de Tailandia, y me fui al aeropuerto. Desde un teléfono público renuncié a mi trabajo, gasté mis últimos pesos en cerveza y me subí al avión, sin saber lo más mínimo de aquel lejano terreno. Tenía la idea de leer el libro en el vuelo, pero eso era antes de saber que servían alcohol gratis. Nunca había viajado en avión, y la noticia era sublime. Cuando aterrizamos ya me había emborrachado, dormido, despertado y vuelto a emborrachar. Habíamos hecho escala en París pero no hizo falta siquiera que bajemos del avión. Una vez en Bangkok, salí del aeropuerto y me subí a un taxi. Le pregunté a dónde se dirigían los turistas borrachos como el nuestro, y me dijo, sin dubitaciones, Th Khao San, la calle Khao San. Mi inglés era muy rústico pero la comunicación era posible. En el camino tuve un primer vistazo de la ciudad. Viajamos por una autopista y para ambos lados se extendía una ciudad de enormes y modernos rascacielos, uno de ellos, un tríptico de edificios conectados por arriba, sugería la forma de un elefante. Los enormes afiches de publicidad al costado de la autopista raramente eran avisos de empresas, sino que presentaban, casi siempre, fotos gigantes de un mismo hombre. Le pregunté al taxista quién era y me dijo que era el rey de Tailandia, Bhumibol Adulyadej, también conocido como Rama IX, un hombre inmensamente popular entre los tais; estaban celebrando el "año del rey", por lo cual todos los que querían podían vestir, en honor a su gran monarca, uno de los diferentes modelos de camisetas amarillas, diseñadas y vendidas para este propósito. Cuando entramos a la ciudad pude comprobar que quizá una mitad de los siameses, incluso más, tenía puesta la camiseta. Cuando llegamos a la calle Khao San, el taxista me recomendó un hotel (seguramente recibiría una comisión), el cual acepté con ánimo. Rápidamente me registré y subí a la habitación a dejar mis cosas. Luego cerré la puerta con la llave que me habían entregado, junto con el control remoto del aire acondicionado y un rollo de papel higiénico; y salí a la calle. Pasé por un cajero y retiré un dineral de la cuenta que había abierto horas antes de salir del país. (Supongo que en algún momento tendré que exponer la razón por la cual un carpintero de clase media como el nuestro se desenvolvía con tal solvencia e indiscreción económica. Juzgo inoportuno el motivo, y estoy tentado a retrasar el momento de revelarlo.) Se estaba haciendo de noche y en la calle pasaba de todo. Los puestos de artesanías explotaban en compra-venta, todos regateando como si se tratara de su vida. Los bares eran ecosistemas de turistas vaciando las botellas de Singha y Beer Chang, con las preciosas autóctonas jugando a su trabajo nocturno, coqueteando hábilmente con los más gordos y más borrachos. Vendedores frente a su local ofrecían, en una misma oración, sus servicios como guías turísticos por la ciudad, un espectáculo de eyección vaginal de pelotas de ping-pong y un traje hecho a medida. Había toda una serie de personas que vendían trajes hechos a medida. Creo que nunca podré olvidar el slogan oral de uno de ellos, así como la sonrisa curiosa del vendedor. "Suit, jacket, rock and roll?"
Era todo demasiado sobrecogedor para nuestro ebrio, y cuando desde la calle pude ver la ventana de un restaurante vacío, con el nombre de "Gaylord" (¿qué habrán querido decir?), en el segundo piso de aún otra sastrería, recordé que no había ingerido alimento alguno desde mis últimas horas en la casa de mis padres de Villa Urquiza. Cuando intenté entrar noté que no existía tal entrada, la puerta del restaurante no aparecía por ningún lado. Por un segundo me asusté. Un restaurante sin entrada, con razón no hay nadie, un segundo piso aislado del mundo, un pequeño cubículo de ensueño, con vista a la calle, con calle a la vista, visto desde la calle como una pintura. Se veían hasta las caras de las preciosas muchachas que esperaban, sin dudar, sin preguntarse el porqué de la enfática ausencia de clientes. Digno de contrastar con los demás bares y restaurantes de la zona, rebosados en clientela. Se veían las expresiones de las empleadas, como si estuvieran a dos metros de distancia. Una auténtica ingenuidad parecía refugiarlas de aquel cruel mundo que las encerraba en un restaurante sin salida. Los cuadros que colgaban de las paredes eran más reales, eran más ventanas que la ventana del establecimiento. Di la vuelta a la manzana, a la calle paralela, para inspeccionar el otro lado, quizá se entraba por atrás. Allí me encontré con un desolado mundo de inverosímil contraste con la calle Khao San, un callejón devastado, con ciertas almas penando y un grupo de monjes budistas, con su inconfundible vestimenta y corte de pelo, sentados en la vereda sosteniendo sus respectivas tazas de cerámica. El equivalente al sombrero de un malabarista, a la funda de un guitarrista, a la lata de un mendigo, su taza no era solamente el recipiente con el cual mendigaban, sino que era también el recipiente en el cual hacían uso de lo mendigado. A la taza de un monje budista se le tira arroz como se le tiran monedas de cincuenta a la caja de una estatua humana. Entendí la frescura de ese concepto, la bilateralidad de un simple recipiente de cerámica de fondo hondo. Pero volví a la esfera turística, dar la vuelta a la manzana era cruzar un umbral, Como si la puerta del restaurante hubiera sido trasladada a aquella esquina. Volví a situarme frente a la sastrería, desde donde se veía la ventana del restaurante. Pero algo me sorprendió. Ahora había un grupo de personas sentadas, mirando el menú y consultándose entre sí, mientras ya bebían una primera cerveza. Me estaba poniendo nervioso hasta que noté el hombre en la sastrería (que antes no estaba) haciéndome señas. Me acerqué y él también se dirigió a la puerta. Paralelamente, me ofrecía un traje y me explicaba que para subir al restaurante se debía pasar por su local. El alivio rompió en mí una carcajada, y con gestos sueltos de amabilidad tanto de mi parte como de la suya, yo crucé el negocio, lentamente dándole la espalda y llegando a los escalones; mientras en un espejo pude comprobar que él nunca me la dio a mí, como un girasol sonriente, viró sobre su eje mirándome cruzar la habitación y luego elevarme entre los trajes, hasta desaparecer en la muy básica arquitectura del edificio.
Luego de una cena agradable, en la cual actualicé la graduación alcohólica de mi sangre, salí a la calle, no sin antes dejarme manipular por el sastre y su cinta métrica amarilla, con el fin de encargar un frac, altamente vistoso; que recogería al día siguiente. Traje que luego usaría para asistir al velorio de un hombre que apenas conocía; que me quedaría inexplicablemente apretado, como para dos o tres talles más pequeño (y aquí no pongo en duda la profesionalidad del amistoso sastre), por más que al recogerlo y probármelo las medidas parecían perfectas. Caminé un rato, hasta encontrarme entrando a una peluquería. Mi cuerpo se movía solo, mientras mi mente negaba la acción, se rehusaba a entrar al negocio; yo no quería romper las reglas previamente auto impuestas, pero mi sistema motriz se encargaba de vincular mis destinos con el de un barbero, uno solo. Destino ya previamente vinculado, por su puesto, y aunque odie mantener al lector en tal nebulosa, como si se tratara de una novela policíaca de poca monta, lo siento necesario. Lo sentí necesario hasta ahora, incluso dejé que mi narración se formara alrededor del ocultamiento de ese hecho. Puedo admitir que lo relatado hasta ahora no responde a los hechos sino a cómo decidí contarlos, incluso un meticuloso podrá encontrar momentos en los que recurrí a la mentira, puedo admitir haber mentido; pero no puedo admitir lo otro. Todavía no. En todo caso estaba yo entrando a la barbería; -y, en todo caso- pensaba yo, -habrán un millón de peluquerías en Bangkok, ni hablar de Tailandia entera (…¿qué te hace pensar que..?).
El lugar estaba oscuro y vacío. Un hombre pequeño, con pelo por debajo de las cejas, me esperaba detrás de una silla alta y negra. Lo saludé cordialmente y le pedí, llevándome las manos a la cara a modo de señas, que me afeitara la barba. Me senté, dándole la espalda, pero mirando en el espejo cómo preparaba la situación. Me esparció la espuma con gestos de artista, como con un pincel me pintó de blanco. Comenzó a afeitarme, con tacto delicadísimo. En un principio no había considerado lo barbilampiños que son los tais, la amenaza de una posible falta de especialización en la técnica; sin embargo, éste no era ningún novato. Nunca me había afeitado en una peluquería, el novato era yo, pero este hombre parecía poder competir con los mejores barberos de la barbuda Europa. El proceso fue un placer, empezando por el lado izquierdo y meticulosamente ganando terreno hasta el otro lado.
Yo había usado barba por lo mayor de una década, recortándola seguido pero nunca exponiendo la piel, por lo que la cantidad de tiempo que la cicatriz estuvo ahí es para mí un misterio. El hecho es que estaba, una herida como de cuchillo cruzaba mi mejilla derecha. Yo la miraba en el espejo estupefacto, paralelamente intercambiando, también vía el espejo, miradas con el barbero que, por mis gestos, algo habría sospechado. La sutura estaba totalmente cicatrizada, como con un sello de los años, y no recordar el motivo de tremenda herida me dejaba anonadado.
Es prudente, a estas alturas del relato, desenmascarar los hechos y ser fiel a la verdad. De este punto en adelante, prometo decir todo, ocultar nada, y bajo ningún pretexto falsear los documentos o mentir. Empezando por la razón de mi instantánea riqueza y el viaje a Bangkok: Tocó el timbre de casa de mis padres un abogado estadounidense que debía hablar urgentemente conmigo. En privado y luego de rechazar un café o algo, me dijo que un barbero tailandés, cuyos datos no podrían ser a mí revelados, de enorme e inexplicable riqueza, se había contactado con él años antes, para redactar su testamento. En éste, se declaraba que el único heredero de su entera fortuna sería yo. El barbero estaba ahora muerto, a causa de un extraño accidente laboral (no pudo especificar nada más), y todo su dinero podía ser mío. Comprobé en el documento mi nombre, mi dirección, feche y lugar de nacimiento, mis números de D.N.I. y pasaporte. Todo estaba ahí, junto con una cifra de seis dígitos verdes. Sólo faltaba mi firma. El contrato era simple, sin ambigüedades, y si era algún tipo de broma yo no perdía nada en firmarlo. Lo hice casi sin dudar. Horas más tarde había una cuenta a mí nombre a través de la cual ya tenía acceso al dinero.
Ahora estaba en la peluquería contemplando la cicatriz a la vez que miraba al hombre terminar de afeitarme, el cual también interrumpía su trabajo para encontrar mis ojos en el espejo. Si no hubiera sabido de hecho que mi benefactor se encontraba ya muerto, hubiera jurado que era éste. Las posibilidades debían ser nulas pero sus ojos y sus gestos eran propios de la magia, comprendí que su vida podría ser paralela a la mía, que él podría ser paralelo a mí, sus ojos paralelos a los míos. Claro que las líneas paralelas no se cruzan y el hombre de quien había heredado era, por definición, difunto. De pronto me sonrió, no podría decir que por primera vez -había estado sonriendo todo el rato-, pero la sonrisa era distinta, reveladora. Mientras me lanzaba ese profundo gesto, dibujó otro abismo al girar la cabeza; había estado todo el rato mostrándome el lado derecho de su cara, y entendí que la sonrisa era, comparada al presente movimiento, apenas una fracción en lo que va de revelaciones. Creo que lo sospeché desde un principio. Mientras cada vez me mostraba más de su mejilla izquierda, cada vez veía con más entereza la cicatriz, idéntica a la mía, que rajaba aquella mitad de su faz.
Me dejó en esa esfera por tan solo un segundo, eterno para mí (en sentido literal, ese segundo nunca acabó ni acabará), y sin dejar que termine el segundo, volvió a agarrar su cuchilla, la acercó a mi garganta y me la atravesó, en una prolija línea constante, de un lado al otro. En el espejo pude ver cómo saltaba la sangre, pero no de mi garganta sino de la suya. Cayó muerto en un charco de sangre.
Al velorio asistieron tres vecinos del barbero, quienes conversaron libremente frente a mí, conociendo mis nulos dominios de su idioma. Tras años de vivir en Bangkok y aprender la lengua, entendí que hablaban sobre una mítica riqueza que los rumores adjudicaban al barbero. Lo cremaron en una vestimenta ridículamente grande, y aquí no pongo en duda la profesionalidad de la funeraria. En su cara estaba la misma sonrisa que llevaba al morir, y sus ojos me miraban como si todavía hubiera un espejo de por medio.
Era todo demasiado sobrecogedor para nuestro ebrio, y cuando desde la calle pude ver la ventana de un restaurante vacío, con el nombre de "Gaylord" (¿qué habrán querido decir?), en el segundo piso de aún otra sastrería, recordé que no había ingerido alimento alguno desde mis últimas horas en la casa de mis padres de Villa Urquiza. Cuando intenté entrar noté que no existía tal entrada, la puerta del restaurante no aparecía por ningún lado. Por un segundo me asusté. Un restaurante sin entrada, con razón no hay nadie, un segundo piso aislado del mundo, un pequeño cubículo de ensueño, con vista a la calle, con calle a la vista, visto desde la calle como una pintura. Se veían hasta las caras de las preciosas muchachas que esperaban, sin dudar, sin preguntarse el porqué de la enfática ausencia de clientes. Digno de contrastar con los demás bares y restaurantes de la zona, rebosados en clientela. Se veían las expresiones de las empleadas, como si estuvieran a dos metros de distancia. Una auténtica ingenuidad parecía refugiarlas de aquel cruel mundo que las encerraba en un restaurante sin salida. Los cuadros que colgaban de las paredes eran más reales, eran más ventanas que la ventana del establecimiento. Di la vuelta a la manzana, a la calle paralela, para inspeccionar el otro lado, quizá se entraba por atrás. Allí me encontré con un desolado mundo de inverosímil contraste con la calle Khao San, un callejón devastado, con ciertas almas penando y un grupo de monjes budistas, con su inconfundible vestimenta y corte de pelo, sentados en la vereda sosteniendo sus respectivas tazas de cerámica. El equivalente al sombrero de un malabarista, a la funda de un guitarrista, a la lata de un mendigo, su taza no era solamente el recipiente con el cual mendigaban, sino que era también el recipiente en el cual hacían uso de lo mendigado. A la taza de un monje budista se le tira arroz como se le tiran monedas de cincuenta a la caja de una estatua humana. Entendí la frescura de ese concepto, la bilateralidad de un simple recipiente de cerámica de fondo hondo. Pero volví a la esfera turística, dar la vuelta a la manzana era cruzar un umbral, Como si la puerta del restaurante hubiera sido trasladada a aquella esquina. Volví a situarme frente a la sastrería, desde donde se veía la ventana del restaurante. Pero algo me sorprendió. Ahora había un grupo de personas sentadas, mirando el menú y consultándose entre sí, mientras ya bebían una primera cerveza. Me estaba poniendo nervioso hasta que noté el hombre en la sastrería (que antes no estaba) haciéndome señas. Me acerqué y él también se dirigió a la puerta. Paralelamente, me ofrecía un traje y me explicaba que para subir al restaurante se debía pasar por su local. El alivio rompió en mí una carcajada, y con gestos sueltos de amabilidad tanto de mi parte como de la suya, yo crucé el negocio, lentamente dándole la espalda y llegando a los escalones; mientras en un espejo pude comprobar que él nunca me la dio a mí, como un girasol sonriente, viró sobre su eje mirándome cruzar la habitación y luego elevarme entre los trajes, hasta desaparecer en la muy básica arquitectura del edificio.
Luego de una cena agradable, en la cual actualicé la graduación alcohólica de mi sangre, salí a la calle, no sin antes dejarme manipular por el sastre y su cinta métrica amarilla, con el fin de encargar un frac, altamente vistoso; que recogería al día siguiente. Traje que luego usaría para asistir al velorio de un hombre que apenas conocía; que me quedaría inexplicablemente apretado, como para dos o tres talles más pequeño (y aquí no pongo en duda la profesionalidad del amistoso sastre), por más que al recogerlo y probármelo las medidas parecían perfectas. Caminé un rato, hasta encontrarme entrando a una peluquería. Mi cuerpo se movía solo, mientras mi mente negaba la acción, se rehusaba a entrar al negocio; yo no quería romper las reglas previamente auto impuestas, pero mi sistema motriz se encargaba de vincular mis destinos con el de un barbero, uno solo. Destino ya previamente vinculado, por su puesto, y aunque odie mantener al lector en tal nebulosa, como si se tratara de una novela policíaca de poca monta, lo siento necesario. Lo sentí necesario hasta ahora, incluso dejé que mi narración se formara alrededor del ocultamiento de ese hecho. Puedo admitir que lo relatado hasta ahora no responde a los hechos sino a cómo decidí contarlos, incluso un meticuloso podrá encontrar momentos en los que recurrí a la mentira, puedo admitir haber mentido; pero no puedo admitir lo otro. Todavía no. En todo caso estaba yo entrando a la barbería; -y, en todo caso- pensaba yo, -habrán un millón de peluquerías en Bangkok, ni hablar de Tailandia entera (…¿qué te hace pensar que..?).
El lugar estaba oscuro y vacío. Un hombre pequeño, con pelo por debajo de las cejas, me esperaba detrás de una silla alta y negra. Lo saludé cordialmente y le pedí, llevándome las manos a la cara a modo de señas, que me afeitara la barba. Me senté, dándole la espalda, pero mirando en el espejo cómo preparaba la situación. Me esparció la espuma con gestos de artista, como con un pincel me pintó de blanco. Comenzó a afeitarme, con tacto delicadísimo. En un principio no había considerado lo barbilampiños que son los tais, la amenaza de una posible falta de especialización en la técnica; sin embargo, éste no era ningún novato. Nunca me había afeitado en una peluquería, el novato era yo, pero este hombre parecía poder competir con los mejores barberos de la barbuda Europa. El proceso fue un placer, empezando por el lado izquierdo y meticulosamente ganando terreno hasta el otro lado.
Yo había usado barba por lo mayor de una década, recortándola seguido pero nunca exponiendo la piel, por lo que la cantidad de tiempo que la cicatriz estuvo ahí es para mí un misterio. El hecho es que estaba, una herida como de cuchillo cruzaba mi mejilla derecha. Yo la miraba en el espejo estupefacto, paralelamente intercambiando, también vía el espejo, miradas con el barbero que, por mis gestos, algo habría sospechado. La sutura estaba totalmente cicatrizada, como con un sello de los años, y no recordar el motivo de tremenda herida me dejaba anonadado.
Es prudente, a estas alturas del relato, desenmascarar los hechos y ser fiel a la verdad. De este punto en adelante, prometo decir todo, ocultar nada, y bajo ningún pretexto falsear los documentos o mentir. Empezando por la razón de mi instantánea riqueza y el viaje a Bangkok: Tocó el timbre de casa de mis padres un abogado estadounidense que debía hablar urgentemente conmigo. En privado y luego de rechazar un café o algo, me dijo que un barbero tailandés, cuyos datos no podrían ser a mí revelados, de enorme e inexplicable riqueza, se había contactado con él años antes, para redactar su testamento. En éste, se declaraba que el único heredero de su entera fortuna sería yo. El barbero estaba ahora muerto, a causa de un extraño accidente laboral (no pudo especificar nada más), y todo su dinero podía ser mío. Comprobé en el documento mi nombre, mi dirección, feche y lugar de nacimiento, mis números de D.N.I. y pasaporte. Todo estaba ahí, junto con una cifra de seis dígitos verdes. Sólo faltaba mi firma. El contrato era simple, sin ambigüedades, y si era algún tipo de broma yo no perdía nada en firmarlo. Lo hice casi sin dudar. Horas más tarde había una cuenta a mí nombre a través de la cual ya tenía acceso al dinero.
Ahora estaba en la peluquería contemplando la cicatriz a la vez que miraba al hombre terminar de afeitarme, el cual también interrumpía su trabajo para encontrar mis ojos en el espejo. Si no hubiera sabido de hecho que mi benefactor se encontraba ya muerto, hubiera jurado que era éste. Las posibilidades debían ser nulas pero sus ojos y sus gestos eran propios de la magia, comprendí que su vida podría ser paralela a la mía, que él podría ser paralelo a mí, sus ojos paralelos a los míos. Claro que las líneas paralelas no se cruzan y el hombre de quien había heredado era, por definición, difunto. De pronto me sonrió, no podría decir que por primera vez -había estado sonriendo todo el rato-, pero la sonrisa era distinta, reveladora. Mientras me lanzaba ese profundo gesto, dibujó otro abismo al girar la cabeza; había estado todo el rato mostrándome el lado derecho de su cara, y entendí que la sonrisa era, comparada al presente movimiento, apenas una fracción en lo que va de revelaciones. Creo que lo sospeché desde un principio. Mientras cada vez me mostraba más de su mejilla izquierda, cada vez veía con más entereza la cicatriz, idéntica a la mía, que rajaba aquella mitad de su faz.
Me dejó en esa esfera por tan solo un segundo, eterno para mí (en sentido literal, ese segundo nunca acabó ni acabará), y sin dejar que termine el segundo, volvió a agarrar su cuchilla, la acercó a mi garganta y me la atravesó, en una prolija línea constante, de un lado al otro. En el espejo pude ver cómo saltaba la sangre, pero no de mi garganta sino de la suya. Cayó muerto en un charco de sangre.
Al velorio asistieron tres vecinos del barbero, quienes conversaron libremente frente a mí, conociendo mis nulos dominios de su idioma. Tras años de vivir en Bangkok y aprender la lengua, entendí que hablaban sobre una mítica riqueza que los rumores adjudicaban al barbero. Lo cremaron en una vestimenta ridículamente grande, y aquí no pongo en duda la profesionalidad de la funeraria. En su cara estaba la misma sonrisa que llevaba al morir, y sus ojos me miraban como si todavía hubiera un espejo de por medio.