Esta historia le sucedió al narrador del lector implícito del autor real del suegro de mi prima. Al parecer estaba caminando por el nivel intradiegético de un centro comercial y se topó con el narratario de su hermana. Decidieron ir juntos a tomar un café al cronotopo del patio de comidas para participar en una conversación dialógica ya que hacía tiempo no tenían noticia el uno del otro. Daba la casualidad que allí trabajaba el lector real del autor implícito de un amigo suyo (lo había conocido en una fiesta apenas unos días antes) y estaba a punto de terminar su turno. Cuando el reloj dio las seis, marcando una prolepsis, éste colgó su delantal y fue a vestirse a la contratapa del libro. Tras un eterno retorno tomó un lugar en la trama central de la sala, con los otros dos personajes. Conversaron un rato de cosas triviales como unas mímesis muy lindas que estaban narradas muy cerca suyo; el cambio climático (el clímax estaba sufriendo una gran metamorfosis en las formas temporales); teléfonos celulares (uno de ellos había recién comprado uno con polifonía); etc. También hablaron de política y los tres lamentaron lo patético que era el realismo, las horribles historias que salían en las noticias a diario. Además, el lector real del autor implícito de su amigo (que no se llamaba Leo) se enteró de la muerte del autor (otro amigo en común, aunque en realidad no lo conocía mucho) y le pidió la información del entierro al que iba a intentar asistir.
Luego de una segunda prolepsis acabó saliendo el tema de la literatura y los dos hombres conocieron que compartían esa afición. El otro, el narratario de su hermana, no era un gran lector y pasó a ser un personaje secundario. La conversación les llevó por diversos mundos de ficciones verosímiles e inverosímiles, peripecias y anagnórisis, y en una nota al pie de página Leo (que no se llamaba Leo) le comentó que en el centro comercial había una muy buena librería. El héroe problemático le preguntó si se refería a la librería Yenny, en el nivel metadiegético, pero Leo le dijo que no, que esa librería era una basura, que hablaba de otra que se encontraba en el grado cero de la escritura. Luego de una desautomatización de las formas fijas, Leo dijo que debía irse a juglar al billar y tras pagar el cuento salieron los tres, en un paralelismo, del café. La elevada suma que tuvieron que pagar (era un número de tres figuras retóricas) les hizo comentar sobre los horrores de la inflación y, ahora sí, se despidieron cordialmente. Se fue a una tienda de ropa en busca de una camisa pero cuando se la puso en el trovador no le gustaba cómo le quedaba y optó por no comprar nada. Luego decidió echarle un vistazo a la librería que le había recomendado su nuevo amigo, en extrañamiento de nunca haberla visto. En vez de tomar el ascensor decidió bajar por la catarsis y, al pasar por una falacia en el nivel autodiegético recordó que debía comprar aspirinas y alegorías. Entró a la falacia e hizo sus recados, por la ventana se veía un magnífico atardecer en el horizonte de expectativas, había muchos edificios en obras y lamentó cómo la excesiva deconstrucción estaba arruinando el pasaje y el naturalismo. Después de esta digresión se encaminó a la librería. En un monólogo interior se preguntaba si Leo no sería homodiegético (lo había encontrado sumamente atractivo) y, en caso de serlo, si sería un lector pasivo o activo.
No recordaba que Leo le hubiera dicho que era una tienda de segunda mano y le pareció especialmente extraño no conocerla. Le encantaban las librerías de segunda mano e iba a menudo a ese centro comercial. Antes de entrar estuvo a punto de tropezar con un quiasmo y maldijo lo mal estructurada que estaba la obra. Empezó por la pila de cinco pesos, y le extrañó ver que no había un solo libro que no hubiera leído. Además, eran todas las mismas ediciones que él había manejado. Tras mirar y mirar, en la pila de diez pesos, en la de quince, en los estantes, no podía dejar de maravillarse por lo que estaba sucediendo. Eran todos los libros que había leído, cada una de las ediciones era idéntica y se encontraba en el mismo estado en el que él la había dejado al terminar. Reconoció manchas de café, arreglos con cinta scotch, dedicaciones, cada detalle era idéntico. Luego empezó a desafiar el lugar, buscando libros que había leído en bibliotecas ajenas en países lejanos, libros que había dado por perdidos o incluso destruidos, pero una y otra vez se maravillaba al encontrar el tomo. Tras una exhaustiva investigación terminó por decidir que, definitivamente, esa era su completa biblioteca personal; ni un libro más ni un libro menos. Hasta las novelas que le daba vergüenza haber leído estaba ahí, mientras que las que nunca había leído, pero cuando eran mencionadas decía que sí, no se encontraban por ninguna parte. De hecho, y esto fue lo que más le impactó, se encontró con el Ulises (el único libro que había dejado por la mitad), cortado al medio, justo en la página en la que se había rendido, años atrás.
y una elipsis y quiso cuestionar a alguien sobre el misterio pero no había nadie en el local y, al acercarse a una puerta tras la cual quizá encontraría a alguien, se topó con un volumen que jamás había visto. Era casi líquido en sus manos y no tardó en reconocer la trama. Se mareó muy rápido y, al desmayar, se imaginó al suelo, golpeándose la cabeza fuertemente contra el anacoluto.