i.
Cuando llegó mi hora, vino la Muerte y me dijo: “Ha llegado tu hora.” No entendía mis chistes y me obligó a subir al taxi. Escuchamos la radio, pero el taxista cambiaba de emisora con una velocidad irritante. La Muerte miraba por la ventana y estuvo un rato hablando solo, murmurando entre dientes y suspirando. A veces tosía.
El tráfico en la autopista fue insoportable. La Muerte propuso cantar canciones, para pasar el rato, pero no había ninguna que supiésemos todos. Cada vez que fumaba, el cigarrillo le iluminaba la mandíbula, adentro de su capucha desteñida.
ii.
En el aeropuerto tomamos café. Era carísimo, y los granos de café molido se me quedaban atascados entre los dientes. Al tratar de sacarlos con la uña, sólo lograba meterlos más adentro.
Unos chicos ruidosos jugaban y gritaban muy cerca nuestro, hasta que la Muerte los calmó con la guadaña. Una mujer arrastró los cuerpos hacia un costado, donde había algunos muertos más. Después limpió la sangre, silbando la melodía de una publicidad de dentífricos.
iii.
“Me encanta esta canción,” dijo la Muerte, meciendo suavemente el cráneo, “es la de Kolynos.” El piso estaba muy pulido y reflejaba todo lo que había sobre él.
Seguimos tomando café. La Muerte eructaba muy seguido y sus eructos retumbaban en el galpón de vidrios altos. La luz eléctrica arropaba los cuerpos tirados alrededor nuestro con unos rayos blancos que hacían destellos brillantes en sus ojos, sus dientes y sus joyas.
iv.
Me quedé dormido leyendo y cuando desperté la Muerte no estaba. Pregunté por él y me dijeron que había entrado al baño. El baño estaba vacío y era evidente que había escapado por los tubos de aire. “Hijo de puta,” pensé, haciendo presión con los nudillos sobre el mármol y mirando mi expresión en el espejo.
Cuando volví a las mesas, me di cuenta de que la Muerte había dejado su reloj de arena. Era muy pequeño y de plástico, como los que se usan para jugar al Scattergories, o al Pictionary. La duración de los lapsos era dispar y azarosa, como si la gravedad actuara de forma distinta cada vez.
v.
Fui al Duty Free a comprar un montón de puchos. Haciendo cola para pagar, levanté unas pirámides de chocolate que estaban de promoción. La cajera pareció sorprenderse mucho ante ellas, como si nunca antes hubiera visto un volumen piramidal. Examinó cada bombón con cuidado, con desconfianza. Después, apuntando con un dedo a la pantalla, me indicó el total de la compra, que no era tanto.
Las paredes del local se estaban derritiendo y de vez en cuando uno de los tubos fluorescentes reventaba de golpe. Los ínfimos copos de vidrio caían muy despacio, y el más sutil movimiento del aire era capaz de arrastrarlos, de arremolinarlos y de hacerlos flotar.
Una mujer le estaba cortando las uñas a una niña, que no parecía su hija. La criatura se impacientaba, fingía dolor e intentaba soltarse. Cuando la mujer se desprendió de su mano izquierda, para pasarse a la derecha, ella aprovechó para liberarse. Salió corriendo, pero no en línea recta, sino haciendo un zigzag. Se dirigió a la sección de perfumes, donde un tubo fluorescente acababa de reventar. Ya se había formado un grupo de niños que jugaba con el vidrio. Hacían bolas para lanzarse, o pequeños muñecos que decoraban con chicles mascados y papelitos de color.
Enternecido por la escena infantil, quise participar en algo de su felicidad. Me acerqué y les regalé los bombones, excepto uno, que decidí usar de amuleto. Después tomé un asiento, cerca de los grandes ventanales. Me pareció ver a la Muerte, algo lejos, deslizándose entre unos aviones estacionados. Pero para entonces la temperatura ya era muy alta y pudo haber sido una fabulación delirante. La pirámide de chocolate se había derretido en mi bolsillo, y su tacto me recordaba al fango, a los pantanos, a las arenas movedizas.
La revistería entró en llamas de repente, y las personas que salían del local, también ellos en llamas, lo hacían tranquilamente, tirando de sus valijitas en llamas, ojeando una revista en llamas, o leyendo una contratapa en llamas, anticipándose a la historia que se desarrollaría entre página y página. Esto activó las regaderas automáticas, que comenzaron a rociar todo el salón. Los truenos venían antes que los relámpagos, y los niños, que se escondían bajo los asientos, se asomaban con miedo, lanzando alaridos que no lograban disimular su entusiasmo.