Era
un martes de las últimas semanas del verano de 19--. La luna se
dibujaba en la noche como la ínfima punta de una uña, tan delgada que ni
la persona más pulcra y obsesiva se molestaría en cortar. Hacerlo sería
doblemente inútil puesto que, siendo menguante, al día siguiente habría
desaparecido. Vega estaba viajando en un ómnibus, volviendo después de años al
lugar donde había crecido.
Llegó
temprano en la mañana del miércoles, había visto los primerísimos
rastros del alba entrando desde arriba al pueblo, donde el camino
sinuoso en bajada hacía alternar, en su ventana, el lomo de la colina y
las casas en la costa con el amanecer de fondo.
Se
bajó del ómnibus en la ruta, a un kilómetro de la entrada del pueblo,
cruzando por las vías del tren y comparando en la luz rosa el pueblo de
sus recuerdos con el que ahora veía. La ruta era nueva, las vías del
tren estaban oxidadas de forma irreparable, pero el pueblo estaba más o
menos igual.
Entrando al pueblo, en lo último del crepúsculo, se le apareció un niño con un cartel entre las manos que leía
URGENTE
GATITOS PARA ADOPCIÓN
Agachándose
levemente, le preguntó cuántos gatitos tenía y el niño le contestó que
no los había contado, pero que eran muchos. Vega se agachó un poco más y
le dijo que le gustaría mucho adoptar algunos gatitos. Le dijo que
había recién vuelto al pueblo y que estaría viviendo solo, sin mucho que
hacer. Los gatitos le darían compañía, y durante los primeros meses lo
mantendrían ocupado, le dijo. Le dijo que no sabía en qué condiciones
encontraría la casa de su madre, pero que en cuanto se hubiera
instalado, podría ir a buscar algunos gatitos. El niño le dio una
tarjeta que decía
URGENTE
GATITOS PARA ADOPCIÓN
Abajo
había un número de teléfono. Reconoció el prefijo del pueblo. Vega y el
niño se despidieron. Después, se dio cuenta de que no le había
preguntado su nombre, y se avergonzó de ello.
La
llave estaba donde su cuñado le había dicho que estaría, abajo de la
estatuilla del dinosaurio. Había una nota bastante larga en la mesa de
la cocina, escrita sobre dos hojas del papel de la farmacia de su madre.
En la nota le explicaba todo lo que tenía que saber para habilitar la
casa nuevamente, dónde encontraría cada cosa, algunos trucos para hacer
andar el auto, etc.
A
la tarde hizo las compras, sorprendido por la facilidad con que soportó
la conversación con la chica del supermercado, que nunca antes había
conocido pero que lo identificó a Vega, le dijo que sabía que vendría y
le habló de su madre y de su familia, regando el discurso con gestos de
patetismo y caridad. Le preguntó si había encontrado bien la llave abajo
de la estatuilla del dinosaurio. No le comentó nada sobre la bolsa de
comida para gatos que había incluído en el carrito, junto a algunos
cazos de distintos colores.
Cuando
volvió a casa y colocó la compra, advirtió que todavía quedaban muchas
horas de luz y que estaba a tiempo de ir a buscar a los gatitos. Marcó
el número de la tarjeta y le contestó el mismo niño. Le preguntó si
podía pasar esa tarde a mirar los gatitos y lleverse algunos. El niño le
dijo que lo volvería a llamar un rato más tarde, cuando estuviera listo
para recibirlo. Vega le dio su número de teléfono, que no recordaba,
pero que estaba pegado con cinta scotch sobre la base del teléfono.
Se
sentó en el sofá a esperar y se quedó dormido. Soñó que volvía a su
departamento y que todos los pisos del edificio estaban cambiados.
Entraba al suyo y todo estaba distinto, salía al pasillo y se encontraba
con otros inquilinos que le contaban que era increíble, pero que todos
los pisos del edificio estaban cambiados, el séptimo en el tercero, el cuarto en el octavo, y así. También soñó que volvía al
pueblo, como ahora, todo parecido, pero que su mamá seguía viva y lo
recibía en la casa.
Se
despertó de noche y miró alarmado el teléfono, preocupado de haber
perdido la llamada. En ese momento, el teléfono sonó. Era el niño, que
se disculpó por haber tardado tanto, pero que ya podía pasar a mirar los
gatos. Le dio la dirección de una de las últimas casas del pueblo. Al
ver la hora que marcaba el reloj del auto, que obviamente estaba mal, se
dio cuenta de que no tenía la más mínima idea de qué hora podría ser.
En la puerta de la casa encontró un cartel que decía
URGENTE
GATITOS PARA ADOPCIÓN
Abajo
había una flecha que apuntaba a la izquierda. Siguió la flecha,
bordeando la casa, donde encontró otro cartel idéntico, con la flecha en dirección opuesta. La noche de luna nueva estaba oscurísima, pero había
una fila de velas que seguía el sendero marcado por los carteles, desde
la parte de atrás de la casa, en descenso entre un bosquecillo hacia la
playa. Casi al final, asombrado y con algo de miedo, comenzó a ver las
incontables velas que iluminaban la pequeña playa, en perfecta
continuidad con las estrellas que se reflejaban sobre el mar. Pero
recién al pasar la última línea de pinos y sintiendo los comienzos de
arena fría entre las sandalias, absorbió de golpe el espectáculo de los
incontables gatitos iluminados por las incontables velas en la noche
oscura, cubriendo la totalidad de la ensenada. Era increíble, ni los
gatitos situados en la orilla, mojándose con cada ola, emitían el más
leve maullido.
Escrito en la playa de Cuchía, en Cantabria. Pasado a computadora
en la biblioteca del MARCO (Museo de Arte Contemporáneo), en Vigo. Publicado en el blog por segunda vez desde Barcelona, en un gesto de rebeldía y desesperación hacia mis lectores.