viernes, 27 de febrero de 2009

Pagar para ver esto

"...Joseph Addison ha observado que el alma humana, cuando sueña, desembarazada del cuerpo, es a la vez el teatro, los actores y el auditorio. Podemos agregar que es también el autor de la fábula que está viendo."

J.L.B., Prólogo a Libro de sueños (1976)


Me dijo que había un problema en la primera frase. Volví al principio y la repetí en un tono más desgraciado y mirando hacia el techo.
-No, no, usted no entiende, el problema no está en cómo pronuncia usted la frase, sino en la frase en sí.
Le clavé una mirada en lo que yo calculaba era su pecho, pero estaba muy encandilado por la iluminación.
-Sé lo que piensa, que el guión no lo escribió usted. Se lo confirmo: lo hice yo. Además de dirigir, también escribo.
-¿Puede bajar un poco la iluminación, por favor? No veo nada.
-Esto es un teatro, los teatros se iluminan.
-Es sólo un casting.
-No entiende usted nada, ¿verdad?

Empecé a interpretar otra parte del guión, pero me interrumpió.
-No me parece nada verosímil que un cartero hable de esa manera. Esto es teatro, ¿no le parece indispensable adecuar el discurso a las condiciones verbales de cada personaje en específico? Aquí no hay narradores, es la vida real.
La luz era blanca y me empujaba hacia atrás.

-Estoy empezando a perder la paciencia, ¿dónde aprendió usted a actuar?
-Aquí mismo.
-¿Quiere usted decir en esta ciudad?
-Quiero decir en este escenario.
-El de la vida, ¿verdad?
-No comprendo.

Volví a hacer la parte del cartero pero cambiando algunas palabras, dándole un toque más coloquial.
-Ese no es el guión. ¿Me está diciendo cómo debo escribir? Ya le he dicho que el problema no está en cómo interpeta usted al cartero o con qué palabras, sino en el cartero en sí.
-Sólo soy un actor, señor.
-Lo mismo digo.
-¿No es usted el director? ¿O el guionista?
-Sabe lo que quise decir. Que usted es sólo un actor.

Por unos susurros me di cuenta que el director tenía un acompañante. Uno de los dos me preguntó si había preparado también el tercer acto.
-Todo el guión, señor.
-¿Puede recitar el monólogo de las avestruces, por favor?
Me sentí afortunado porque Helena había dicho que el monólogo de las avestruces me salía tal cual.

-¿Pero de dónde saca usted esta.... esta...- Iba subiendo la voz pero no terminaba la oración.
-¿Mierda?
-¿Sí, esta mierda, de dónde la saca usted? ¿Qué tiene que ver unas avestruces con la trama de esta obra? Ni se lo planteó, ¿verdad?
Miré a la voz, miré al centro de la voz, creía estar volviéndome ciego.

-Dígame, ¿recuerda usted el famoso monólogo de La vida es sueño?
-¿Qué es la vida? Un frenesí, ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción... ¿eso?
-¿No le parece que tiene algo que ver con esta situación?
Yo sudaba por todo el cuerpo, la luz era cada vez más fuerte y calentaba la sala como una caldera.
-Sólo soy un actor, señor, no abarco tales sutilezas.
-¿Quién le enseñó a hablar así? Digo que si no cree que está soñando.
Me acerqué al telón y lo agarré con las manos, examinando la textura de la tela.

Pasado un rato le dije:
-No, no creo estar soñando.
Había ruido de butacas pero la gente no hablaba.
Perdiendo la confianza interpreté la secuencia muda, con rencor.
-¿Estamos en los años veinte? ¿Me ve usted en blanco y negro?
-La verdad que no veo nada, señor.
-En todo caso esta escena no tiene ni pies ni cabeza. Si pretende que se adecúe con naturalidad a la escena anterior está en serios problemas; y si es un homenaje al cine mudo hay que replantearlo.

El público aplaudió animadísimo, se escuchaban bravos, chiflidos y otros sonidos laudatorios. Pero el director los cortó en seco.
-¡¿Cómo le aplauden a esta... a esta... ¡Sinvergüenzas!
Después le susurró algo a su compañero que terminaba con “uno que sepa actuar”.


lunes, 9 de febrero de 2009

Deslindando sosias

Esta historia empieza por el principio. Solo que sólo después de escribirla me di cuenta de que esta historia empezaría así, por el principio. El principio de esta historia está en un hotel viejo (aunque renovado) en los campos de Colonia Suiza, es decir, uruguaya. El hotel, el hotel Nirvana, aquel lugar abstracto que empezó siendo en mi cabeza y en boca de los que lo pronunciaban una socarronería New Age (ya que una socarronería grunge era inconcebible dadas las circunstancias), terminó siendo un lugar, y más viejo que Chuck Berry. En la recepción, espaciosa, hay mesitas centradas por sofás. En uno de ellos leo. Hace poco recibí un pedido de libros que me trajo mi hermana de Estados Unidos. Muchos títulos interesantísimos, de Bashō (The Narrow Road to the Deep North and Other Travel Sketches), de Faulkner, de Max Beerbohm. Pero tenía curiosidad por uno de Carver (What We Talk About When We Talk About Love). Fue el que traje a leer a los sofás de la recepción donde me rodea un amplio repertorio de familiares míos. Mi padre me pregunta qué leo y yo hago ese gesto de mostrar directamente la portada, ese gesto que no es un gesto sino más bien una cita o, al menos, palabras. Me dice ah, ese libro es mío. No, le digo, me lo trajo Katixa de Estados Unidos, le digo. Resulta que él tiene el mismo libro, que yo nunca vi o noté. Hasta ahí no pasa nada. Digamos que hasta ahí no es el principio de esta historia. Incluso el principio de esta historia podría ser hace como un año cuando Mateo dibujó una relación entre un cuento mío y el estilo de Carver. Yo no sabía quién era. Al buscarlo por internet, me topé con el blog de un escritor de ciencia ficción que también se llama Carver y por mucho tiempo creí que era el que me había dicho Mateo. Este es el primer doble de la historia, o uno de ellos; de esta historia que sin embargo no empieza por acá sino por el principio ya referido. Después no me acuerdo cómo fue que deslindé a los sosias. (I’m not Mr. Lebowski, you’re Mr. Lebowski). Ahí le pedí el libro a mi hermana. El libro que leo en el principio de esta historia. (O quizá el principio de esta historia está en la indescriptible atracción que sentía por un verso de Calamaro que dice, ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, todavía lejos de conocer su anglófona procedencia.) El primer cuento que leo, el penúltimo de la colección, es el que le da título al libro. No lo disfruto mucho y entiendo que no es ese tipo de colecciones, como cuando uno entra a la casa de alguien y están contando chistes de sobremesa. Uno intenta reírse de la misma forma que los convitados pero sabe que le falta la mesa, le falta el banquete, le faltan los chistes anteriores, una serie de miradas o una forma de mirar, por más que pueda escuchar un chiste entero en su supuesta unidad. Para sacar esta conclusión quizá me ayuda una reseña citada en la contraportada que habla de un cumulative effect. Me parece que para apreciarlo mejor habría que leer todos los cuentos, más o menos rápido, en el orden en que están presentados. Después empiezo por el primero pero solamente leo hasta Mr. Coffee and Mr. Fixit, los primeros tres cuentos leo. Cuando termino de leer ese no me acuerdo qué otra cosa me voy a hacer en el contexto de viaje familiar. Panfamiliar, digamos. Desde mi abuela ―cuyo nonagésimo aniversario es motivo de la reunión― hasta sus bisnietos, éstos a su vez desde la altura de los picaportes hasta la panza de mi prima. Seguimos. Este viaje, como muchas cosas, duró poco, y no tardé en salir en avión de Montevideo a Madrid y después Barcelona. En Barajas había una infinidad de problemas con Iberia, que ya llevaba varios días y de la cual no había tenido noticia alguna. Sólo después de volver a Barcelona me enteré por la prensa que era una huelga encubierta de los pilotos de la compañía. Mi departamento de Barcelona estaba sin luz desde el día antes de viajar a Buenos Aires y después Uruguay. El mismo domingo que llegaba iba a viajar en tren a Terrassa para buscar a Amadís, el gato blanco. Pero cuando llegué al andén estaba distraído y me subí al primer tren que pasaba y que evidentemente no era el mío. Intentando leer El banquete y quizá pensando en por qué había decidido llevar ese libro, llegué hasta arriba de un monte, destino a las tierras catalanas de Vic, donde un compañero de la facultad vive y tiene un huerto. La estación en la que me bajé era al aire libre, rodeado de árboles, con vistas algo cenitales, atardecía bastante. Podía oler el huerto de mi compañero. Esperando el otro tren me puse a escribir haiku. Aclaro que seguramente fallaría si intentara explicar qué era lo que sentía, que es lo que siento cuando me pongo a escribir haiku; aunque quizá esta misma aclaración explique, o ejemplifique, por qué fallo en explicar qué era lo que sentía, que es lo que siento cuando me pongo a escribir haiku.


Con un tren equivocado
me encuentro más lejos
Atardecen las vías


Hoy crucé un océano
Nubes atemporales
pegadas a mi ventana


Austral y septentrional
pienso en la Cruz del Sur
las estrellas y el avión


Crucé las vías
para retroceder mis pasos
Oscurece ahora


Al siguiente atardecer también estaba escribiendo haiku en casa, donde por la ventana afortunadamente también atardece bastante.


Son las mismas nubes
que vimos cambiar en el tejado
cuando fue verano


Sin electricidad
por mi casa entran y salen
las nubes y el viento frío


Atardece
Cuando desaparezca el blanco de las nubes
lo hará también el blanco de las paredes


Al atardecer siguiente también estaba escribiendo en casa, aunque no haiku. Estaba escribiendo la historia como la conocía en aquel momento. Que en realidad no podía considerarse una historia, y mucho menos ésta. Era un cuadro de sentimientos, un pasaje y un paisaje anecdótico y mío. En realidad ni sabía bien por qué lo estaba escribiendo, hasta ese punto no era gran cosa. Pero ahora sé.

Lo estaba escribiendo en mi cuaderno con la tinta negra de una lapicera de dibujo, usé primero la luz del sol y después la de las velas. Escribí varias hojas sobre la llegada al aeropuerto de Madrid y paré, pensando en que seguiría narrando esas interioridades después, pero nunca lo hice. Quería continuar en ese estilo la historia de esas cosas que me habían sucedido en ese espacio de pocos días y que me parecían más o menos significativas. Iba a continuar hablando de la llegada a mi casa y a su precariedad, del paso repentino del verano al invierno, de la prolongada tentativa de viajar a Terrassa con los haiku consecuentes, y los otros haiku en la soledad de mi casa sin luz y de la ciudad vacía de contenido donde mis amigos extraviados brillaban por su ausencia en otros lugares, en sus pueblos con sus familias en los primeros días de un enero azul (en el sentido de los grifos y cuyo contrapunto es el rojo). Pero nunca lo hice.

Cuando llegué a Barajas, viniendo de Montevideo, desembarqué todavía bastante dormido. No sé exactamente cuándo me terminé de dar cuenta del problema.

Había mucha gente alrededor de un mostrador de Iberia. Todos tenían mala cara. Cuando pasaba por seguridad tuve un desacuerdo raro con la situación que terminé asociando a la última vez que pasé por ahí, camino a Buenos Aires.

En un momento vi un diario sobre una mesa y en la primera plana opinaban sobre los problemas de Iberia en Barajas. Iberia, Barajas.

Pedí un cigarrillo en la zona de fumadores y un francés me convidó un Nevada uruguayo. Hace muy pocos días me enteré que estoy en el registro de Uruguay y puedo conseguir la nacionalidad. Uruguayo, ¿y vos? Uruguayo. Tendría tres pasaportes, ninguno de ellos argentino.

Los franceses intercambiaban anécdotas con una madrileña a la que además de estar tres días sin viajar se le había pinchado una rueda en el taxi, camino al aeropuerto.
Quería llorar. En vez de tirar la colilla por el tubo asignado, lo apagó contra el suelo con una de sus botas de cuero rojo.

Entré a la revistería del aeropuerto, en los diarios estaba lo de Israel y lo de Barajas. Iberia, Barajas. No levanté ninguno.

En la
National Geographic había fotos de mineros creo que sudafricanos en minas de oro. Además de estar logradas estéticamente —nada raro para esa revista― en el momento me parecía que tenían algo de trágico y de poético. Encuentro curioso que ahora me pueda distanciar tanto de este sentimiento, casi ridiculizarlo, tan poco tiempo después.

Unas fotos cenitales me hicieron pensar en cuando sobrevolaba la selva del Amazonas, unas horas antes. Lo bueno de salir de día es sobrevolar la selva del Amazonas.

También había libros. Miré algunos títulos de los que estaban en exposición y cuando los miraba sentía que ya había visto esos libros, no eran obvios pero tenían demasiado sentido, como si una parte de la máquina reconociera a otra palpando sus propios vacíos.

Caminando hacia el final de la nave con las diferentes puertas (o
gates), mirando la arquitectura pensé en una foto de mis abuelos que vi recientemente; sobre la misma foto estaba escrito por mano de mi abuelo, “Llegada a Madrid, 19 [imaginate] 61”. Mi tío había comentado En esa época Barajas era un galpón. Pero la foto no era el original de laboratorio (aunque éste lo vi en más de una ocasión) sino una impresión digital facilitada por la Alba Empresa en un conjunto de impresiones digitales facilitadas, a modo de álbum, por esa blanca manzana blanca del ahora, de este momento.

Llegué cerca del final, no había casi nadie, apareció un guardia y me pidió que por favor salga de “la zona”.
―¿De
esta zona?
―Sí, por favor salga de la zona.

Yo me lo quedé mirando pensando
esto es un galpón, pero a la vez también entendía de qué zona me hablaba. Había varios obstáculos de limpieza ordenados en una línea que más o menos rebanaba el angosto galpón, como cuando perforan una línea punteada en un papel para facilitar su escisión. En un carrito había una pila de los soportes de las cintas separadoras, fieles representantes del concepto aeropuerto. Estaban acostados uno arriba del otro pero no terminaban de perder su dignidad. Cuando el hombre dijo esta zona miró de costado, casi imperceptiblemente, a la barrera de objetos y el carrito de los soportes que se preparaba a disponer; como para verificar que todavía estuvieran ahí o que la premisa todavía tuviera sentido. O quizá esto no lo hizo.

Mirando por la ventana veía pasar autobuses del aeropuerto, con pasajeros o sin ellos, pero siempre sin asientos, siempre vacíos. Pensé en la vez que, no mucho ha, me fui de Berlín. Todavía no amanecía el diciembre y en vez de acarrearnos en los autobuses hicimos a pie los trescientos metros hasta el avión. El aire frío y oscuro tenía un sabor fuera de lo común que espero, no sé en qué situación tendrá que ser, volver a degustar.

En un momento filmé a unos hombres cargando grandes baúles de aluminio con un pequeño vehículo cúbico. En otro momento saqué una foto sobrecargada de información de reflejo de color; en un reflejo salía retratado yo mismo. Sonaba música arrimada privadamente a mis oídos. Privilegio de la Alba Empresa, por más que mi ejemplar sea de la opcional “contracorriente” negra. Detrás hay dos versos (el máximo permitido) grabados con un láser en el caparazón especular (gratis si se compra en el sitio de internet):

People moving everyday but
you know they move so slow.

En el avión me di cuenta de que el aparato estaba dañado en la pantalla, unas líneas negras atraviesan la ilusión de cuarzo líquido. Parece que no fue suficiente la doble funda protectora de tela que materialicé para la ocasión.

Cuando se cumplieron las horas de retraso, palabra que otra gente estaba empezando a asociar con condena, me subí al avión que me llevaría a Barcelona.

Do you know where they’re going?
Do you know why they go?

Me senté en la ventana, tuve que pedirle paso a una pareja. El hombre, asiento pasillo, leía El País y agredía oralmente a Iberia mientras leía las noticias que lo retrataban. La mujer, en el medio, leía un libro.

Look into your book of rules
And tell me what you see.

Me asomé al contenido, por curiosidad. No tenía ningún título en el encabezamiento. Miré las palabras. Una de ellas era Wesson. Escondido en la franja central del libro, que no lograba ver, debía de decir Smith &. Luego vi que decía algo como Creo que compraré… y luego Pero nunca lo hice.

Me pareció muy familiar. Abajo destacaba para mi vista el nombre de Melody. Yo había leído eso, aunque en inglés, unos pocos días antes. Era Raymond Carver.

Am I all that different
Are you just the same as me?

Pensé en decirle algo. En un momento volvió a la página anterior para revisar la información, era la primera página de uno de los cuentos.

Creo que estaba traducido “El señor café y el señor arreglatodo”.
Mr. Coffee and Mr. Fixit. El acierto del título en inglés justifica la mediocridad del título en castellano.

La mujer volvió a retroceder la lectura en esa misma hoja varias veces, unas cinco o seis. El otro proseguía con su blasfemia.

Waiting for 1989
We don’t want no more war.

Anunciaron un retraso por unos pasajeros que no llegaron de Nueva York, debían retirar sus valijas. Eran dos valijas rojas, muy parecidas. Lo sé porque los vi por la ventana abriendo los baúles de metal, los hombres tenían papeles endurecidos por esos clipboards de profesión que más bien hacían pensar que cualquiera podría hacer ese trabajo.

Me vino a la mente una avioneta de hélice que tomamos de Cerdeña a Nápoles en la que, viajando en uno de esos autobuses huecos, vimos a un señor de aspecto (en aquel momento) indescriptible y que terminó siendo el piloto de la avioneta.

Al desembarcar en Barcelona mi vecino perdió la paciencia, ¡en el último tramo!, con un pelado bajito. Se gritaron. Bastante. Cuando el pelado bajito le dio la espalda luego de una frase hiriente, el otro lo siguió por el pasillo del avión, haciendo como que le quería pegar pero que apenas lograba abstenerse. La mujer no hablaba pero se esforzaba en hacer las muecas de preocupación que la situación exigiera, aunque no parecía saber exactamente cuáles eran. Como había dos autobuses enfilados para hacer el fútil recorrido hacia la civilización, aprovecharon para ponerlos en autobuses diferentes, mientras una azafata sostenía un auricular avisando a la seguridad
por las dudas. A mí me tocó con la pareja que conocía mejor, todos estábamos demasiado conscientes, de la pareja, de la llegada a Barcelona, de los demás. Un silencio como antiguo acompasaba el unísono de las cabezas sobre cuerpos de pie que consentían los movimientos del autobús sin asientos. En realidad, el aire no terminaba de decidir si estábamos yendo a matar o morir a una arena romana o a la ciudad de Barcelona.

Al día siguiente retomé, no sin alguna culpa por la mayor urgencia que exigían los exámenes que se acercaban, la lectura de los cuentos de Carver. Estaba en la mesa de madera junto a la ventana, la misma en donde había escrito los haiku y la prosa posterior. El libro quedó sobre la mesa. Un rato después decidí sacar de mi valija los libros que me había traído mi hermana. Eran unos ocho, más algunos más que había levantado de casa. Pero el resultado fue este: entre los libros estaba el de Carver (What We Talk About When We Talk About Love). Primero lo miré. Lo miré, después levanté la vista y me asomé sobre la mesa y miré el otro. Miré los dos, primero uno y después el otro y también los dos juntos. El recuerdo de la conversación con mi padre primero no estaba pero de repente estaba. Así que ahora se entiende por qué esta historia empezó sin empezar por el principio y terminó empezando por el principio. Los libros son iguales, aunque cuando puestos a comparación resaltan las hojas los años amarillos del tomo (me veo forzado a deducir, aunque quizá no debería) de mi padre. Serán diferentes reimpresiones de la misma edición del 89, o quizá la más antigua no lo sea. Vintage Books Edition, June 1989. Eso está grabado en los dos libros, en el de las hojas blancas también, por más que lo haya comprado nuevo por internet (por Amazon). De ahí la tesis de la reimpresión. Lo que es definitivamente incontestable es cuál ejemplar leí en el hotel y luego en casa (si es que fue el mismo) y cuál saqué de la valija con los demás libros; cuando los junté creía que eran iguales y sólo tras mezclarlos noté las diferencias de edad, deslindando sosias. En el de las hojas blancas estampé con tinta azul, en un acto conscientemente impulsivo, el sello de mi Ex-libris. Mi Ex-libris es otro regalo de mi hermana y dice

From The Library Of
Mikel Aboitiz


Todo esto sucedió. Y me estuvo dando vueltas desde entonces, hace exactamente un mes. La historia la conté bastantes veces, a mi familia y, a medida que llegaban mis amigos de sus pueblos, a ellos también. Esto me dio la oportunidad de ensayar la historia, de probar diferentes maneras de contarla. La conté con diferentes combinaciones del orden de los hechos, quizá buscando una. Alguna vez intercalé la anécdota de un compañero de clase que se enteró que dos gemelas, también compañeras, lo eran (y no una sola persona) cuando las terminó viendo juntas un día. A otros les expliqué la historia de Luca Prodan y su canción No tan distintos, escrita a más tardar en el 87 y que parece hablar de la caída del muro del 89. Sólo ahora, después de este tiempo, después de los días y las noches de invierno, de los exámenes, de poder leer tranquilamente todos los cuentos de Carver, puedo reconstruir la historia, puedo detectar el principio de ella y su fin: