viernes, 4 de diciembre de 2009

Malcolm Farrakhan, The Complete Poetry

Malcolm FARRAKAHN, The Complete Poetry.


PRÓLOGO


No cabe duda de que, en la disposición histórica de hechos fortuitos de este objeto misterioso que solemos llamar realidad, se dispersan situaciones que parecen erguirse al margen de lo permisible por las normas físicas y metafísicas que han sido fijadas, en mayor o menor medida, por la experiencia empírica colectiva y por determinadas autoridades individuales. De esta manera, Aristóteles advierte en su Poética que la verosimilitud no es un fenómeno generalizado en la totalidad de los acontecimientos humanos. Más simple hubiera sido nacer en tiempos donde era lícito que un hombre controle a su antojo la marea de un mar o que otro convierta agua en vino, con la única condición de que Dios así lo escriba.

Que los egipcios hayan construido sepulcros de 150 metros de perfecta altura y poco después olviden cómo fue hecho; que Virgilio haya dejado a la posteridad una égloga mesiánica en la cual se establecen todos los grandes elementos del cristianismo –una virgen, un niño, una nueva disposición de los siglos, etc.- (égl. IV, 40 a. C.); que un hombre desequilibrado decida acabar con todos los judíos del planeta y, al mando de uno de los grandes países del mundo civilizado, esté cerca de conseguirlo; que una ameba se convierta en un mono y después construya computadoras; son algunos fáciles ejemplos que verdaderamente pertenecen a la categoría citada.

Tal es el caso de la historia que orbita misteriosamente alrededor de esta colección de poemas que hoy sale a la luz; una historia que el destino quiso otorgarme la responsabilidad de divulgar. Creo que el lector rápidamente apreciará el excelso valor autónomo de los versos que de ninguna manera dependen de lo que en este prólogo me dispongo, sin otra alternativa lógica, a contar.

Hace tres meses consiguió dar conmigo un joven estudiante de arte anunciando rotundamente que no se iría sin obtener mi sólida promesa de una lectura del manuscrito que traía en sus manos, además de una media hora de mi tiempo en la cual se disponía a contarme la génesis del texto. Mentiría si dijera que automáticamente me vi sobrecogido por el interés, pero sí que aprecié algo especial en la mirada del chico, en su activa y segura obstinación. En todo caso cabía la feliz posibilidad de que fuera más interesante que el deber que estaba llevando a cabo en ese momento; en realidad casi cualquier cosa lo hubiera sido. Lo invité a sentarse y comenzó a hablar. Rápidamente supe su nombre, Nicholas Wright, y que el manuscrito no era de su propia autoría; había sido escrito por un compañero suyo que se había suicidado poco antes. Continuó con información similar a la que sigue, información que pude ampliar con una ulterior investigación, citando a sus padres, compañeros y profesores.

Malcolm Farrakhan nació en Detroit en 1959. Sus padres, Muhammad y Jamillah Farrakhan, habían adoptado estos nombres al convertirse a la Nación del Islam. Sin duda lo bautizaron en honor a Malcolm X. A una edad muy temprana comenzó a demostrar un agudo talento en las artes plásticas, a la vez que rechazaba el culto religioso que sus padres intentaban imponerle. Ya en la adolescencia alcanzó un profundo desarrollo artístico, y al terminar la escuela consiguió una beca para estudiar Bellas Artes en la universidad de Yale. Se trasladó con sus padres a New Haven y allí se estableció rápidamente como un joven prodigio en el campo de la pintura abstracta, como prometen, sin excepción, todos sus profesores. Los testigos de su universidad son la única fuente de cualquier juicio estético sobre la obra pictórica de Farrakhan, ya que la totalidad de ella fue destruida por su creador. De su producción artística quedan solamente estos poemas. Sus compañeros lo han descrito como un joven llamativamente talentoso pero de escasas herramientas sociales y un comportamiento excéntrico e incómodo.

El 3 de diciembre de 1980, Malcolm Farrakhan asistía a una clase de arte oriental con el profesor David Parker. En aquellas sesiones estaban revisando diapositivas de diversa índole en torno al arte islámico y chino, y la imagen proyectada era de una alfombra persa del siglo XVII.En un momento dado, el profesor se dio cuenta que había olvidado unos apuntes en su despacho y anunció una breve pausa para ir a recogerlos. Este banal descuido del profesor daría lugar al momento más significativo en el devenir vital del artista. Sucedió que Farrakhan comenzó a conversar con Nicholas Wright, que estaba sentado en el pupitre contiguo, y de una u otra manera el diálogo tomó su curso hacia la condición ocular de su compañero, que era miope. A Farrakhan se le ocurrió, en un acto de inocente curiosidad, pedirle prestadas las gafas a su compañero y colocárselas él mismo. Entre las personas pertenecientes al grupo humano cuya visión no precisa de lentes correctoras, creo que muchos hemos estado en una situación parecida.Víctimas de la curiosidad, nos probamos los artefactos, la visión se nubla, generalmente a la experiencia se añade un leve mareo, tras lo cual se retiran y todo vuelve a la normalidad. Este no fue el caso de nuestro joven poeta. El epíteto es todavía impreciso, ya que Malcolm Farrakhan desconocía aún su destino en las letras y el alto cargo que ocuparían sus versos, quizá no en la historia de la literatura (lo cual está por verse); pero sí, a mi juicio, en la literatura misma.

Lo que le sucedió a Farrakhan fue del todo distinto a lo anteriormente ejemplificado. Al colocarse las gafas sobre las orejas y mirar a su compañero, notó un sutil cambio en la fisionomía del rostro, tornó la mirada hacia otros lugares del aula y todo adquiría valores nuevos y matices innovadores. Los objetos del mundo parecían ahora más claros y enfocados. Se le ocurrió que probablemente necesitara usar gafas y se entusiasmó por la posibilidad de mejorar su visión. Sin duda estaría ponderando una hipotética elevación de su producción artística. Pero lo más notable, lo más trascendental, sucedió cuando dirigió la mirada hacia la proyección de la alfombra persa. Él la había estado observando con cuidado e interés minutos antes, pero al mirarla con las gafas la imagen se le presentó irreconocible. Lo proyectado sobre la pantalla blanca se mostró enteramente nuevo y diferente, hasta el punto en que llegó a creer que la diapositiva había sido remplazada por otra, hipótesis rápidamente negada por su compañero. Su impulso fue el de quitarse los anteojos e inmediatamente la imagen volvió a su original normalidad, pero cuando se los volvió a colocar sufrió nuevamente un cambio absoluto. Esto sólo sucedía con la diapositiva ya que al mirar a su compañero, a la ventana, a otros compañeros, a los muebles del aula, Farrakhan apenas reconocía un leve cambio incomparable a lo que sucedía con la imagen. Cogió de su mochila un libro de Turner y examinó las pinturas. Con todas le sucedía lo mismo; un sentimiento de desesperación lo paralizó al no reconocer los cuadros que tanto había analizado y comprendido. No pudo, o no intentó, expresar el horror a su compañero, que lo miraba perplejo y un tanto asustado. Los demás alumnos también habían dejado de hablar y lo observaban sin saber lo que sucedía. Finalmente se levantó del pupitre y, sin emitir palabra, salió repentinamente del aula, llevando consigo las gafas de su compañero. Apuró el camino a casa e inmediatamente se dirigió a su taller de pintura, altamente preocupado por la seguridad de sus cuadros.

Como he señalado antes, de su prolífica producción artística –al fin y al cabo, apenas superaba la veintena de años- sólo quedan sus poemas y los testimonios de sus amigos y profesores; todos ellos hablan maravillas de la obra plástica de Farrakhan. Realmente se trataba de un joven prodigio de la pintura y una incalculable fuente de promesas futuras. Si los extraños avatares del destino del artista fueron beneficiosos para la cultura y si este libro de poemas justifica, en términos fríos, absolutos, estéticos, el sacrificio de su producción pictórica (tanto la que hubo como la que hubiera podido haber), nunca se sabrá. De todas formas no tiene sentido barajar tales conjeturas, sólo podemos leer la poesía, cuya misteriosa génesis es la siguiente.

Cuando Farrakhan entró a su taller y examinó sus cuadros, decidió que probablemente había perdido el sano juicio. El lector se reserva el derecho, totalmente comprensible, de tomar esta postura. Yo me reservo el derecho de mantener callada mi opinión. Como he sugerido antes, la extensa obra plástica de Farrakhan estaba formada, exclusivamente, por representaciones abstractas. Pero ese día, mirando a través de los anteojos de su compañero, el pintor sólo podía ver composiciones figurativas en clave clasicista. Era del todo incapaz de reducir las imágenes a su nivel original, en lugar de ver los acostumbrados balances de colores y texturas lo que tenía delante eran mujeres y hombres, paisajes y animales, dioses y héroes; todos de un realismo mimético apabullante. Wright no sabe con seguridad cuánto tiempo estuvo examinando sus más de ochenta cuadros, él supone dos días. La costumbre en la casa de Farrakhan era que si la puerta de su taller estaba cerrada, su madre le dejaba los platos de comida afuera, sin osar interrumpirlo. Esto facilitó una reclusión absoluta de trece días, que fue finalmente interrumpida por el mismo Wright. En un momento Farrakhan consideró destruir las gafas y nunca volver a emprender una experiencia semejante, pero cuando se las quitó comprobó que ya no podía ver los cuadros en su estado original. Ese desnudo no desaparecía, aquel río permanecía intacto, la naturaleza muerta se mantenía incólume.

En este punto procedió con su acción literaria. Si fuera una decisión consciente y premeditada acometer semejante producción en tan poco tiempo, o si más bien comenzó con un impulso y devino de forma más espontánea en lo que sería este libro, no forma parte de lo que he podido reconstruir. Tampoco es posible conocer el orden cronológico de la creación de los poemas, en caso de diferir del presentado aquí, que es el orden en el cual los transcribió. El hecho es que comenzó a arrancar las telas de sus bastidores y, en su lado reverso, escribió los cuadros en su estado abstracto original, como él los había pintado. Uno por uno, en un período de diez u once días, emprendió un proceso de écfrasis lírica para todos sus ochenta y dos cuadros. Éstos son los ochenta y dos poemas que conforman la colección. Luego los transcribió en dos cuadernos y quemó los lienzos, uno por uno, en la chimenea del taller. ¿Qué otras maravillas semejantes nos depara la incomprensible historia de la humanidad?

Como he mencionado antes, fue Wright quien, preocupado por su compañero que no aparecía por clase, acabó averiguando su dirección y lo fue a visitar. No le costó demasiado trabajo convencer a la madre de que le permitiera interrumpir a Farrakhan. Ella, según me ha dicho, ya estaba muy preocupada, ya que nunca había permanecido encerrado tanto tiempo, y fue por miedo a su carácter temperamental que no se había decidido a molestarlo.

Dio varios golpes a la puerta sin recibir una respuesta. La abrió lentamente. Era una habitación amplia, sin ventanas. También pintor, asiduo en talleres de arte, Wright notó inmediatamente la falta de obra. Una capa de ceniza cubría la habitación entera como la primera nevada de invierno. Había pequeños trozos de lienzo a medio quemar desperdigados azarosamente por el suelo. Junto a la chimenea se encontraba Farrakhan, que no se había percatado de la interrupción. Se encontraba todavía en el proceso de finar sus cuadros, y ya poco le faltaba. Tenía junto a sí un pequeño acervo de trozos de lienzo que iba alimentando al fuego. Wright dice que inmediatamente entendió lo que estaba haciendo, sin poder entender por qué ni bajo qué circunstancias.

Le tuvo que llamar la atención varias veces para ganarlo del trance. No sabía qué conclusión sacar de lo que estaba sucediendo y temía que el artista volviera al mundo con algún tipo de furia contenida; pero fue todo lo contrario. Lo atendió con una leve sonrisa sarcástica y comenzaron un diálogo, al principio torpe y atolondrado pero de creciente fluidez, en el cual Farrakhan le pudo explicar todo lo que he contado hasta ahora. Debo corregirme, ya que por alguna razón, quizá fuera mera vergüenza o inseguridad, Farrakhan fue prudente en omitir un detalle: la transcripción de la poesía a los cuadernos de hojas lisas que Wright trajo a mi oficina.Efectivamente, Wright se marchó del taller, unas horas más tarde, con la triste noción de que todo había sido destruido. Antes de abandonar el domicilio tuvo una breve conversación con la madre en la cual, por un lado, le aseguró que no había motivo de preocupación y, por el otro, le aconsejó que practicara una mínima vigilancia. También le dejó su número telefónico con el pedido explícito de avisarle sobre cualquier giro de acontecimientos. El llamado lo recibió esa misma noche. Malcolm Farrakhan se ahorcó en su taller el 16 de diciembre de 1980.

Wright se dirigió inmediatamente a la casa del difunto y, con el permiso de su madre, entró al taller. Fue entonces cuando dio con el manuscrito.


El lector audaz habrá podido comprobar una imprecisión en los datos de este relato: he dicho que eran ochenta y dos cuadros, ochenta y dos poemas. Ese número es inferior por uno a los contenidos en esta colección. El extraño, que se encuentra al final, sin duda fue escrito después de la conversación con Wright. No es una de sus pinturas y es el único que lleva título: El Ahorcado (The Hangman).


Bello aquel que lea estos poemas.


Nueva York, 14 de abril de 1981


Posdata del 17 de abril. Sin poder contenerme, siento la obligación de incluir lo siguiente, con la concisa advertencia de que se trata de una mera conjetura y a la vez un ejercicio hermenéutico del último poema. Sería prudente leerlo cuidadosamente antes de proseguir.

Hablando con Wright (cuya opinión no dista demasiado de la mía), analizando esta peculiar historia, leyendo los poemas, no me cuadraba el hecho de que Farrakhan se quitara la vida. Al no tratarse de un relato fantástico, me abstengo a declarar que el suicidio no se justificaba. Creo que la clave de mi tesis está en el verso undécimo. ¿Acaso es tan descabellado pensar que, luego de salir del trance, luego de explicarle la historia a Wright, de digerirla y reflexionar sobre ella, Farrakhan haya recordado lo que había visto en la alfombra persa y haya encontrado intolerable entender que la visión era nada menos que la propia efigie de Alá, de todo lo divino, prohibido, verdadero?

Ruego una relectura del poema, prestando especial atención al verso mentado y, al caso, de todo este prólogo, antes de negarle la cordura a su mensajero, mero intermediario.

5 comentarios:

Atzucac dijo...

Lo veo bien!

Mikel dijo...

sí más o menos lo pude arreglar. gracias maría por avisarme.

son unos ineptos, no es algo más o menos normal escribir cosas en word antes de ponerlas en el blog? siempre tengo problemas

Mateo dijo...

¡¡¡Buenaaaaaaaaaa!!!

Mateo dijo...

leer este cuento es como comer cebolla: te quedás repitiéndolo todo el día.

Anónimo dijo...

tenés unas ideas...

lo que más les envidio es lo largo...

llenas de cosas.