No me acuerdo en qué
revista inglesa del siglo XX leí un cuento de Max Beerbohm (que tiene bien
merecida la fama por su atemporal Enoch Soames) sobre un planeta
distante donde todos los acontecimientos de la historia coexisten sobre el pasto
verde de una cancha de football. Los personajes de este mundo fantástico no
experimentan la vida como una serie de interpretaciones inexactas sino como un
presente eterno y total que desconoce el yugo de la subjetividad. En un momento
el narrador hacía el chiste de que había allí una novela famosa llamada Simpleza
y objetividad, haciendo alusión a Orgullo y prejuicio de
Jane Austen, cuyo título está formado por dos conceptos necesariamente
desconocidos en ese mundo fantástico. La gracia de la ocurrencia, y el estilo
casi descuidado de Beerbohm, justifican una licencia poética evidente, ya que
en un planeta como ése difícilmente existiría el arte de la ficción.
Hace unos años hice un
viaje largo por el Reino Unido, motivado por el deseo de conocer las ruinas que
se encuentran ahí de la cultura del Neolítico tardío y comienzos de la Edad de
Bronce. Era una especie de obsesión que yo tenía, y quería vivir en carne
propia la experiencia de visitar esos lugares tan antiguos. Es verdad que hay
monumentos mucho más majestuosos de culturas parecidas en otros lugares del mundo,
especialmente alrededor del Mediterráneo y en la Mesopotamia, pero por alguna
razón no me resultaban tan cautivantes como esos monumentos más periféricos
sobre los cuales había estado leyendo durante años. De especial interés me
parecía el Ridgeway trail, un antiguo camino de 140 km que vincula el Goring
Gap sobre el Thames con el pueblo de Avebury, en Wiltshire, y por el cual se
desplazaban los integrantes de esos pueblos, 5 mil años atrás. Lo consideraba
una especie de peregrinaje, y había muchos puntos de interés histórico a lo
largo del camino. Hacia el final de la caminata me tocó una racha de mal
tiempo, y pasé dos días seguidos caminando bajo la lluvia. En las afueras de un
pueblo llamado Bishopstone, el cartel de una cervecería y casa de té me
persuadió, y decidí entrar a tomar algo para refugiarme durante un rato del
aguacero constante. Al cabo de tres pintas, y dado que la lluvia no aflojaba,
decidí aceptar la oferta de la dueña y pasar la noche en una de las
habitaciones que tenían preparadas para viajeros, por un precio que me pareció
muy barato. La dueña era una señora trans de unos 50 años llamada Debbie. Era simpatiquísima, y al día
siguiente me ofreció un lavado y secado de ropa, mientras yo aprovechaba el
Internet para avanzar con unas traducciones que estaba haciendo y con las
cuales me iba pagando el viaje.
En ese
momento estaba traduciendo unos textos sobre la Revolución Industrial, detalle
que recuerdo con claridad porque justamente ese día me tocó traducir uno de los
pasajes más conmovedores de mi vida, los testimonios de una nena de 8 años que
trabajaba en una mina de carbón a mediados del siglo XIX. Estaba compareciendo
ante una comisión parlamentaria en una serie de entrevistas e investigaciones
de 1842 que llevarían a la prohibición del trabajo infantil en las minas. La
niña se llamaba Sarah Gooder, y éstas son sus palabras: “Soy operadora de
compuertas en la mina de Gawber. No es muy cansador, pero trabajo sin luz y
paso miedo. Entro a las cuatro de la mañana, a veces a las tres y media, y
vuelvo a casa a las cinco o cinco y media de la tarde. Nunca me quedo dormida.
A veces, cuando hay luz, canto. Pero nunca canto en la oscuridad, no me atrevo.
No me gusta estar en la mina. A veces tengo mucho sueño por la mañana. Voy a la
escuela los domingos y aprendo a leer. He oído hablar sobre Jesús muchas veces.
No sé por qué vino a la tierra, y no sé por qué murió, pero sé que descansa entre las piedras. Preferiría mucho más ir a la escuela que
estar en la mina.”
A cada rato
mi anfitriona me servía alguna cosa dulce, o una taza de té, o una pinta de
cerveza riquísima, y me preguntaba sobre mi viaje, o me contaba anécdotas
azarosas sobre sus sobrinos, su juventud, la guerra de las Malvinas, o cualquier
cosa que le viniera a la mente. No parecía darse cuenta de que interrumpía mi
trabajo, pero de todas formas era agradable. Su compañía era tierna y entretenida, y yo venía de estar unos días caminando sin hablar con nadie. Como consecuencia
pasé una segunda noche allí, e incluso una tercera. El clima ya había mejorado,
y la última noche presentó cielos totalmente despejados. Esto no era muy
frecuente, y con gran alegría saqué los binoculares del fondo de mi enorme
mochila. Habíamos recién terminado de cenar, y Debbie se interesó bastante al
descubrir mi interés por las estrellas. Mientras me abrigaba para salir a la
noche fría, ella me preguntaba qué cosas podía ver con eso, qué constelaciones podían
verse en el cielo, qué tamaño tenía la luna, qué significaba ser de Aries, y no
sé qué cosas más. Yo ya estaba parado junto a la puerta, deseoso de salir
afuera, y ella no dejaba de hablarme y hacer preguntas. Empezaba a fastidiarme,
pero entonces dijo algo que captó mi interés.
—Mi
bisabuelo, por el lado de mi madre, era aficionado a la astronomía. Aún
conservamos algunos de sus cacharros.
Le hice
unas preguntas que no supo responder, pero dijo que podría ver las cosas si
quería. Me llevó a una habitación al fondo de la casa.
—Se llamaba
Edward. Vivió en esta misma casa, aunque era muy distinta entonces. Cada
generación le hizo reformas y ampliaciones.
La
habitación era una mezcla común entre oficina, anticuario y trastero que vi
muchas veces en casas viejas de Europa. Al costado de un inmenso escritorio
había un telescopio antiguo sobre un hermoso trípode de madera oscura. Era un
telescopio refractor de bronce, con un objetivo bastante grande y un ocular con
su nombre grabado alrededor de la mira.
—¡Esto es
una maravilla! —le dije a mi anfitriona.
—Hay otras
cosas en este armario, —señaló con un orgullo recién descubierto, y
continuó hablando sobre su familia, sobre la casa, las últimas reformas.
Abrimos el
armario, donde había una pila de cajas rígidas forradas en cuero, y también
muchos libros y cuadernos. Me quedé estupefacto ante semejante tesoro, y tomé
una de las cajas, que guardaba un astrolabio de la misma época. Le pregunté si
me permitía quedarme un rato ahí mirando las cosas, y me dijo que por supuesto.
Durante un tiempo siguió hablando, pero debo admitir que la ignoré
completamente. Fue con bastante alivio para mí que anunció su retirada, y me
invitó a permanecer allí el tiempo que quisiera.
Había de
todo: Instrumentos ópticos grandes y chicos, astrolabios y artefactos de
medición, antiguos manuales de astronomía con hermosos grabados y cartas
estelares. Había también cuadernos con dibujos hechos a mano de las
constelaciones, de la superficie de la luna, los movimientos planetarios, todo
con anotaciones al margen y entradas de diario registrando sus noches bajo las
estrellas. El hombre además tenía buena letra, y leí algunas de sus
anotaciones. Una de ellas era muy larga, se extendía a lo largo de varios
pliegos, y con curiosidad comencé a leerla. Su contenido era asombroso. Más que
asombroso, diría extraordinario. Más que extraordinario, maravilloso. Le saqué
fotos al manuscrito, que traduje posteriormente. Es lo que sigue:
27 de marzo, 1860
Una noche sumamente increíble bajo las
estrellas. Seguimiento de Júpiter y Saturno como en las noches previas,
pero esta vez acompañado por uno de los sujetos más extraños con los que me he
cruzado en mi vida. Había recién terminado de montar el equipo, y estaba a
punto de apagar la lámpara para comenzar las observaciones, cuando apareció de
la nada, caminando desde el Noreste por los campos de Smith, una criatura tan
curiosa como nunca he visto en tierras de Su Majestad. No era muy oscuro de
piel, y su estatura era similar a la mía, pero sus vestimentas eran de cuero
cosido, y llevaba una piel de venado sobre los hombros. Decorado con artilugios
de hueso y piedra, parecía extraído de los confines más salvajes de América o
de Oceanía. De su hombro colgaba un morral tejido. Se acercó a mí y quiso
entablar diálogo, pero sus vocablos eran del todo incomprensibles y de lo más
inusuales, como de algún país nórdico o de las Vascongadas. Pero insistía en la
posibilidad de conversar, posibilidad que, si bien se evidenciaba cada vez más
remota e inasequible, se volvió lentamente realista al reemplazar la locución
con la gestualidad.
Aún
emitiendo los incomprensibles enunciados, llevó una mano a la boca, luego al
estómago, luego a mí, y repitió la secuencia varias veces. Imaginé que tenía
hambre, y mientras me continuaban invadiendo las preguntas acerca del origen de
este inusual forastero, saqué de mi maletín una hogaza de pan, horneado por
Katherine para mi actividad nocturna. Al ver el pan, el forastero sonrió
mostrando los dientes, pero cuando quise dárselo, no lo tomaba. En lugar de aceptar
el pan que yo insistía en entregarle, procedió a alejarse unos pasos, donde se
quitó el morral, que dejó apoyado en el suelo. Luego volvió hacia mí y, después
de tomar la piel que llevaba sobre los hombros y extenderla en el suelo junto a
los carbones del fuego de la noche anterior, procedió a sentarse. Como ya dije,
yo apenas había llegado al sitio y no había tenido aún oportunidad o motivo de
encender la fogata. Entonces el forastero, tras tomar unos palos de mi pila de
leña y acomodarlos sobre los carbones, materializó un morral más pequeño que
llevaba en su pecho bajo los cueros, del cual sacó dos palitos y una bola de
paja seca, y procedió increíblemente a encender un fuego a partir del
frotamiento continuo de un palo sobre el otro. Yo no salía de mi asombro, y no
tuve tiempo de hacerlo puesto que en apenas unos momentos había producido una
pequeña brasa que, colocada en la bola de paja seca, se llevó a la cara y sopló
delicadamente hasta producir una llama, que ubicó bajo la estructura de palos. Noté
por su mirada, ahora más iluminada, que esperaba que yo me sentara junto a él,
lo cual procedí a hacer con cierta cautela. En mi estupefacción, recordé la
hogaza de pan que aún tenía en las manos, y volví a presentársela. Esta vez la
aceptó, pero de una forma sumamente peculiar: Se llevó una mano al pecho
mientras extendía la otra para tomar el pan. Todo este proceso fue lento y sólo
puedo describirlo como metódico. Cuando finalmente vi que había sujetado el
pan, yo naturalmente solté mi extremo del mismo. Pero entonces el forastero no
se llevó el pan a sí, sino que lo mantuvo en el aire, en la misma posición en
la cual yo se lo había entregado. El momento fue confuso, y pensé que me lo
estaba devolviendo. Volví a tomar un extremo del pan, y cuando lo hice el
forastero tiró para abajo de su lado, partiendo efectivamente el pan en dos
partes. Entonces se mostró contento, y sólo me queda suponer que ése era su
objetivo desde el comienzo.
Entiendo
que este extraño ritual era su equivalente a dar las gracias a Dios por los
alimentos, sospecha que se confirmó cuando, una vez hecho con su mitad del pan,
procedió a colocarlo en el suelo frente a sí, y a emitir una serie de cantos
que parecían una auténtica invocación a Belcebús. Finalmente, tomó un bocado
del pan, y luego otro y otro. Yo hice lo mismo, y cuando me volví a mirarlo, ya
había devorado su mitad. Era un pan pesado, de más de dos libras, con centeno y
semillas, con lo cual su velocidad me impresionó. Su deleite tras consumir la
ración fue de un extremo tal que le ofrecí mi parte, que aceptó —esta
vez sin ritual respectivo—, y engulló vorazmente.
Luego de
comer, sacó de bajo sus cueros otro morral aún más pequeño, de apenas unos
centímetros, y de su interior obtuvo un puñado de semillas, que extendió hacia
mí. Pensé que me las estaba ofreciendo como regalo, pero cuando intenté
tomarlas, el forastero no me las daba. Con la otra mano me apuntó a mí, se
apuntó al estómago, me volvió a apuntar a mí, y luego a mi maletín y el resto
de mis cosas. Comprendí que se refería al pan que habíamos comido, y que me
estaba proponiendo un intercambio de semillas. Intenté transmitirle que no
llevaba los granos conmigo, mensaje que finalmente comprendió, aparentemente
con cierta incredulidad.
Estuvimos
en silencio un rato. Luego apuntó al telescopio. Yo señalé al cielo y cerré los
dedos índice y pulgar alrededor de un ojo en forma de mirilla. Imaginé que era
demasiada tecnología para su comprensión, pero el forastero no mostró demasiada
confusión o sorpresa. Miró al cielo. Luego procedió a hacer dibujos en la
tierra junto al fuego, que acompañaba con cantos y gestos extraños que llegaron
a intimidarme. Apuntó al cielo, en dirección a Júpiter y Saturno, que recorrían
los cielos del Sur, muy cercanos al cénit, sobre Orión. El forastero trazó un
círculo alrededor de una de las figuras que había dibujado. Se paró y comenzó a
danzar en círculos alrededor del fuego, intercalando sus pasos con
gesticulaciones que hacía en dirección a los planetas. Cada tanto volvía a su
dibujo en la tierra y trazaba otro redondel alrededor de la misma figura, que
iba tomando la forma de círculos concéntricos. Muchas veces tomaba uno de sus
amuletos de hueso o piedra, y lo involucraba en el ritual. Y a cada rato se
giraba hacia los planetas con reverencia, antes de proseguir con el baile y los
cantos. Entendí que los planetas le eran importantes, y se me ocurrió que sería
asombroso para él verlos en el telescopio. Con gestos lo invité a hacerlo. No
fue fácil hacerme entender, pero finalmente logré que se inclinara sobre el
lente. Con vanidad anticipaba su reacción, recordando la primera vez que yo
había visto los anillos de Saturno, e intentando multiplicar por un millón la
sensación de asombro que debía sentir un salvaje ante tan divina visión. Pero
no mostró la admiración que yo me esperaba, y volvió a su dibujo en la tierra,
apuntando a los círculos concéntricos. “Imposible,” pensé, “nadie puede ver los
anillos de Saturno a ojo desnudo”.
Saqué mi
petaca de escocés y bebí un sorbo. Luego se la ofrecí. Curiosamente, pareció
maravillarse más ante la petaca que ante el telescopio. Tiró un poco de escocés
al suelo y pronunció unas palabras. Luego bebió un trago y sonrió sacando la
lengua. Me devolvió la petaca y se acercó al fuego. Hizo otros cánticos, que me
parecieron notablemente distintos a los anteriores, y se tumbó sobre la piel de
venado. En poco tiempo estaba dormido. Yo volví a casa y escribí una carta que
despacharé mañana a Oxford. Temo que el forastero haya huido de algún museo de
historia natural. O acaso se escapó de Londres, desembarcado de algún
transoceánico que lo trajo como regalo a la Reina. ¿Quién sabe?
Posdata del 28 de
marzo: Regresé al alba al sitio del forastero, pero no estaba. Los
acontecimientos de la víspera parecen un sueño, y acaso lo fueron. Todo cabe en
el reino del Señor, y algún día Todo nos será revelado.
Al día siguiente
continué mi camino hacia Avebury. Debbie preparó un gran desayuno, y le
pregunté sobre la historia increíble que había leído, y que no me había dejado
dormir. No sabía nada al respecto. Se me ocurrió preguntarle si su bisabuelo había
escrito cuentos o novelas, y me dijo que no sabía nada de eso tampoco.
—Era un
hombre muy científico, —añadió, como si fueran excluyentes.
La llegada a Avebury
fue mágica, accediendo por una avenida de gigantes monolitos a un círculo de piedras
de 400 metros de diámetro. Una bruma lenta e imprecisa, como sólo he visto por
esas tierras, velaba y desvelaba lo que se me iba presentando. Por unos
momentos dejó de preocuparme lo que había leído días atrás. En el
museo prehistórico daban una visita guiada, que tomé sin gran convicción. Me
sentí fuera de lugar, rodeado por turistas cansados que fotografiaban desapasionadamente
a sus hijos, inquietos y aburridos frente a la vitrina de flechas de sílex,
frente a los ropajes de cuero cosido, frente a los morrales tejidos, las pieles
de venado, los amuletos de hueso y piedra.