domingo, 24 de mayo de 2020

Peregrinaje a Avebury




No me acuerdo en qué revista inglesa del siglo XX leí un cuento de Max Beerbohm (que tiene bien merecida la fama por su atemporal Enoch Soames) sobre un planeta distante donde todos los acontecimientos de la historia coexisten sobre el pasto verde de una cancha de football. Los personajes de este mundo fantástico no experimentan la vida como una serie de interpretaciones inexactas sino como un presente eterno y total que desconoce el yugo de la subjetividad. En un momento el narrador hacía el chiste de que había allí una novela famosa llamada Simpleza y objetividad, haciendo alusión a Orgullo y prejuicio de Jane Austen, cuyo título está formado por dos conceptos necesariamente desconocidos en ese mundo fantástico. La gracia de la ocurrencia, y el estilo casi descuidado de Beerbohm, justifican una licencia poética evidente, ya que en un planeta como ése difícilmente existiría el arte de la ficción.

Hace unos años hice un viaje largo por el Reino Unido, motivado por el deseo de conocer las ruinas que se encuentran ahí de la cultura del Neolítico tardío y comienzos de la Edad de Bronce. Era una especie de obsesión que yo tenía, y quería vivir en carne propia la experiencia de visitar esos lugares tan antiguos. Es verdad que hay monumentos mucho más majestuosos de culturas parecidas en otros lugares del mundo, especialmente alrededor del Mediterráneo y en la Mesopotamia, pero por alguna razón no me resultaban tan cautivantes como esos monumentos más periféricos sobre los cuales había estado leyendo durante años. De especial interés me parecía el Ridgeway trail, un antiguo camino de 140 km que vincula el Goring Gap sobre el Thames con el pueblo de Avebury, en Wiltshire, y por el cual se desplazaban los integrantes de esos pueblos, 5 mil años atrás. Lo consideraba una especie de peregrinaje, y había muchos puntos de interés histórico a lo largo del camino. Hacia el final de la caminata me tocó una racha de mal tiempo, y pasé dos días seguidos caminando bajo la lluvia. En las afueras de un pueblo llamado Bishopstone, el cartel de una cervecería y casa de té me persuadió, y decidí entrar a tomar algo para refugiarme durante un rato del aguacero constante. Al cabo de tres pintas, y dado que la lluvia no aflojaba, decidí aceptar la oferta de la dueña y pasar la noche en una de las habitaciones que tenían preparadas para viajeros, por un precio que me pareció muy barato. La dueña era una señora trans de unos 50 años llamada Debbie. Era simpatiquísima, y al día siguiente me ofreció un lavado y secado de ropa, mientras yo aprovechaba el Internet para avanzar con unas traducciones que estaba haciendo y con las cuales me iba pagando el viaje.
En ese momento estaba traduciendo unos textos sobre la Revolución Industrial, detalle que recuerdo con claridad porque justamente ese día me tocó traducir uno de los pasajes más conmovedores de mi vida, los testimonios de una nena de 8 años que trabajaba en una mina de carbón a mediados del siglo XIX. Estaba compareciendo ante una comisión parlamentaria en una serie de entrevistas e investigaciones de 1842 que llevarían a la prohibición del trabajo infantil en las minas. La niña se llamaba Sarah Gooder, y éstas son sus palabras: “Soy operadora de compuertas en la mina de Gawber. No es muy cansador, pero trabajo sin luz y paso miedo. Entro a las cuatro de la mañana, a veces a las tres y media, y vuelvo a casa a las cinco o cinco y media de la tarde. Nunca me quedo dormida. A veces, cuando hay luz, canto. Pero nunca canto en la oscuridad, no me atrevo. No me gusta estar en la mina. A veces tengo mucho sueño por la mañana. Voy a la escuela los domingos y aprendo a leer. He oído hablar sobre Jesús muchas veces. No sé por qué vino a la tierra, y no sé por qué murió, pero sé que descansa entre las piedras. Preferiría mucho más ir a la escuela que estar en la mina.”
A cada rato mi anfitriona me servía alguna cosa dulce, o una taza de té, o una pinta de cerveza riquísima, y me preguntaba sobre mi viaje, o me contaba anécdotas azarosas sobre sus sobrinos, su juventud, la guerra de las Malvinas, o cualquier cosa que le viniera a la mente. No parecía darse cuenta de que interrumpía mi trabajo, pero de todas formas era agradable. Su compañía era tierna y entretenida, y yo venía de estar unos días caminando sin hablar con nadie. Como consecuencia pasé una segunda noche allí, e incluso una tercera. El clima ya había mejorado, y la última noche presentó cielos totalmente despejados. Esto no era muy frecuente, y con gran alegría saqué los binoculares del fondo de mi enorme mochila. Habíamos recién terminado de cenar, y Debbie se interesó bastante al descubrir mi interés por las estrellas. Mientras me abrigaba para salir a la noche fría, ella me preguntaba qué cosas podía ver con eso, qué constelaciones podían verse en el cielo, qué tamaño tenía la luna, qué significaba ser de Aries, y no sé qué cosas más. Yo ya estaba parado junto a la puerta, deseoso de salir afuera, y ella no dejaba de hablarme y hacer preguntas. Empezaba a fastidiarme, pero entonces dijo algo que captó mi interés.
—Mi bisabuelo, por el lado de mi madre, era aficionado a la astronomía. Aún conservamos algunos de sus cacharros.
Le hice unas preguntas que no supo responder, pero dijo que podría ver las cosas si quería. Me llevó a una habitación al fondo de la casa.
—Se llamaba Edward. Vivió en esta misma casa, aunque era muy distinta entonces. Cada generación le hizo reformas y ampliaciones.
La habitación era una mezcla común entre oficina, anticuario y trastero que vi muchas veces en casas viejas de Europa. Al costado de un inmenso escritorio había un telescopio antiguo sobre un hermoso trípode de madera oscura. Era un telescopio refractor de bronce, con un objetivo bastante grande y un ocular con su nombre grabado alrededor de la mira.
—¡Esto es una maravilla! —le dije a mi anfitriona.
—Hay otras cosas en este armario, —señaló con un orgullo recién descubierto, y continuó hablando sobre su familia, sobre la casa, las últimas reformas.
Abrimos el armario, donde había una pila de cajas rígidas forradas en cuero, y también muchos libros y cuadernos. Me quedé estupefacto ante semejante tesoro, y tomé una de las cajas, que guardaba un astrolabio de la misma época. Le pregunté si me permitía quedarme un rato ahí mirando las cosas, y me dijo que por supuesto. Durante un tiempo siguió hablando, pero debo admitir que la ignoré completamente. Fue con bastante alivio para mí que anunció su retirada, y me invitó a permanecer allí el tiempo que quisiera.
Había de todo: Instrumentos ópticos grandes y chicos, astrolabios y artefactos de medición, antiguos manuales de astronomía con hermosos grabados y cartas estelares. Había también cuadernos con dibujos hechos a mano de las constelaciones, de la superficie de la luna, los movimientos planetarios, todo con anotaciones al margen y entradas de diario registrando sus noches bajo las estrellas. El hombre además tenía buena letra, y leí algunas de sus anotaciones. Una de ellas era muy larga, se extendía a lo largo de varios pliegos, y con curiosidad comencé a leerla. Su contenido era asombroso. Más que asombroso, diría extraordinario. Más que extraordinario, maravilloso. Le saqué fotos al manuscrito, que traduje posteriormente. Es lo que sigue:


27 de marzo, 1860

Una noche sumamente increíble bajo las estrellas. Seguimiento de Júpiter y Saturno como en las noches previas, pero esta vez acompañado por uno de los sujetos más extraños con los que me he cruzado en mi vida. Había recién terminado de montar el equipo, y estaba a punto de apagar la lámpara para comenzar las observaciones, cuando apareció de la nada, caminando desde el Noreste por los campos de Smith, una criatura tan curiosa como nunca he visto en tierras de Su Majestad. No era muy oscuro de piel, y su estatura era similar a la mía, pero sus vestimentas eran de cuero cosido, y llevaba una piel de venado sobre los hombros. Decorado con artilugios de hueso y piedra, parecía extraído de los confines más salvajes de América o de Oceanía. De su hombro colgaba un morral tejido. Se acercó a mí y quiso entablar diálogo, pero sus vocablos eran del todo incomprensibles y de lo más inusuales, como de algún país nórdico o de las Vascongadas. Pero insistía en la posibilidad de conversar, posibilidad que, si bien se evidenciaba cada vez más remota e inasequible, se volvió lentamente realista al reemplazar la locución con la gestualidad.

Aún emitiendo los incomprensibles enunciados, llevó una mano a la boca, luego al estómago, luego a mí, y repitió la secuencia varias veces. Imaginé que tenía hambre, y mientras me continuaban invadiendo las preguntas acerca del origen de este inusual forastero, saqué de mi maletín una hogaza de pan, horneado por Katherine para mi actividad nocturna. Al ver el pan, el forastero sonrió mostrando los dientes, pero cuando quise dárselo, no lo tomaba. En lugar de aceptar el pan que yo insistía en entregarle, procedió a alejarse unos pasos, donde se quitó el morral, que dejó apoyado en el suelo. Luego volvió hacia mí y, después de tomar la piel que llevaba sobre los hombros y extenderla en el suelo junto a los carbones del fuego de la noche anterior, procedió a sentarse. Como ya dije, yo apenas había llegado al sitio y no había tenido aún oportunidad o motivo de encender la fogata. Entonces el forastero, tras tomar unos palos de mi pila de leña y acomodarlos sobre los carbones, materializó un morral más pequeño que llevaba en su pecho bajo los cueros, del cual sacó dos palitos y una bola de paja seca, y procedió increíblemente a encender un fuego a partir del frotamiento continuo de un palo sobre el otro. Yo no salía de mi asombro, y no tuve tiempo de hacerlo puesto que en apenas unos momentos había producido una pequeña brasa que, colocada en la bola de paja seca, se llevó a la cara y sopló delicadamente hasta producir una llama, que ubicó bajo la estructura de palos. Noté por su mirada, ahora más iluminada, que esperaba que yo me sentara junto a él, lo cual procedí a hacer con cierta cautela. En mi estupefacción, recordé la hogaza de pan que aún tenía en las manos, y volví a presentársela. Esta vez la aceptó, pero de una forma sumamente peculiar: Se llevó una mano al pecho mientras extendía la otra para tomar el pan. Todo este proceso fue lento y sólo puedo describirlo como metódico. Cuando finalmente vi que había sujetado el pan, yo naturalmente solté mi extremo del mismo. Pero entonces el forastero no se llevó el pan a sí, sino que lo mantuvo en el aire, en la misma posición en la cual yo se lo había entregado. El momento fue confuso, y pensé que me lo estaba devolviendo. Volví a tomar un extremo del pan, y cuando lo hice el forastero tiró para abajo de su lado, partiendo efectivamente el pan en dos partes. Entonces se mostró contento, y sólo me queda suponer que ése era su objetivo desde el comienzo.
Entiendo que este extraño ritual era su equivalente a dar las gracias a Dios por los alimentos, sospecha que se confirmó cuando, una vez hecho con su mitad del pan, procedió a colocarlo en el suelo frente a sí, y a emitir una serie de cantos que parecían una auténtica invocación a Belcebús. Finalmente, tomó un bocado del pan, y luego otro y otro. Yo hice lo mismo, y cuando me volví a mirarlo, ya había devorado su mitad. Era un pan pesado, de más de dos libras, con centeno y semillas, con lo cual su velocidad me impresionó. Su deleite tras consumir la ración fue de un extremo tal que le ofrecí mi parte, que aceptó esta vez sin ritual respectivo, y engulló vorazmente.
Luego de comer, sacó de bajo sus cueros otro morral aún más pequeño, de apenas unos centímetros, y de su interior obtuvo un puñado de semillas, que extendió hacia mí. Pensé que me las estaba ofreciendo como regalo, pero cuando intenté tomarlas, el forastero no me las daba. Con la otra mano me apuntó a mí, se apuntó al estómago, me volvió a apuntar a mí, y luego a mi maletín y el resto de mis cosas. Comprendí que se refería al pan que habíamos comido, y que me estaba proponiendo un intercambio de semillas. Intenté transmitirle que no llevaba los granos conmigo, mensaje que finalmente comprendió, aparentemente con cierta incredulidad.
Estuvimos en silencio un rato. Luego apuntó al telescopio. Yo señalé al cielo y cerré los dedos índice y pulgar alrededor de un ojo en forma de mirilla. Imaginé que era demasiada tecnología para su comprensión, pero el forastero no mostró demasiada confusión o sorpresa. Miró al cielo. Luego procedió a hacer dibujos en la tierra junto al fuego, que acompañaba con cantos y gestos extraños que llegaron a intimidarme. Apuntó al cielo, en dirección a Júpiter y Saturno, que recorrían los cielos del Sur, muy cercanos al cénit, sobre Orión. El forastero trazó un círculo alrededor de una de las figuras que había dibujado. Se paró y comenzó a danzar en círculos alrededor del fuego, intercalando sus pasos con gesticulaciones que hacía en dirección a los planetas. Cada tanto volvía a su dibujo en la tierra y trazaba otro redondel alrededor de la misma figura, que iba tomando la forma de círculos concéntricos. Muchas veces tomaba uno de sus amuletos de hueso o piedra, y lo involucraba en el ritual. Y a cada rato se giraba hacia los planetas con reverencia, antes de proseguir con el baile y los cantos. Entendí que los planetas le eran importantes, y se me ocurrió que sería asombroso para él verlos en el telescopio. Con gestos lo invité a hacerlo. No fue fácil hacerme entender, pero finalmente logré que se inclinara sobre el lente. Con vanidad anticipaba su reacción, recordando la primera vez que yo había visto los anillos de Saturno, e intentando multiplicar por un millón la sensación de asombro que debía sentir un salvaje ante tan divina visión. Pero no mostró la admiración que yo me esperaba, y volvió a su dibujo en la tierra, apuntando a los círculos concéntricos. “Imposible,” pensé, “nadie puede ver los anillos de Saturno a ojo desnudo”.
Saqué mi petaca de escocés y bebí un sorbo. Luego se la ofrecí. Curiosamente, pareció maravillarse más ante la petaca que ante el telescopio. Tiró un poco de escocés al suelo y pronunció unas palabras. Luego bebió un trago y sonrió sacando la lengua. Me devolvió la petaca y se acercó al fuego. Hizo otros cánticos, que me parecieron notablemente distintos a los anteriores, y se tumbó sobre la piel de venado. En poco tiempo estaba dormido. Yo volví a casa y escribí una carta que despacharé mañana a Oxford. Temo que el forastero haya huido de algún museo de historia natural. O acaso se escapó de Londres, desembarcado de algún transoceánico que lo trajo como regalo a la Reina. ¿Quién sabe?

Posdata del 28 de marzo: Regresé al alba al sitio del forastero, pero no estaba. Los acontecimientos de la víspera parecen un sueño, y acaso lo fueron. Todo cabe en el reino del Señor, y algún día Todo nos será revelado.


Al día siguiente continué mi camino hacia Avebury. Debbie preparó un gran desayuno, y le pregunté sobre la historia increíble que había leído, y que no me había dejado dormir. No sabía nada al respecto. Se me ocurrió preguntarle si su bisabuelo había escrito cuentos o novelas, y me dijo que no sabía nada de eso tampoco.
           —Era un hombre muy científico, —añadió, como si fueran excluyentes.

La llegada a Avebury fue mágica, accediendo por una avenida de gigantes monolitos a un círculo de piedras de 400 metros de diámetro. Una bruma lenta e imprecisa, como sólo he visto por esas tierras, velaba y desvelaba lo que se me iba presentando. Por unos momentos dejó de preocuparme lo que había leído días atrás.  En el museo prehistórico daban una visita guiada, que tomé sin gran convicción. Me sentí fuera de lugar, rodeado por turistas cansados que fotografiaban desapasionadamente a sus hijos, inquietos y aburridos frente a la vitrina de flechas de sílex, frente a los ropajes de cuero cosido, frente a los morrales tejidos, las pieles de venado, los amuletos de hueso y piedra.