sábado, 21 de septiembre de 2013

Sección de vientos

Es raro
cómo un recuerdo tan vívido
puede a la vez parecer soñado,
lo que voy a contar
quizá no sea verosímil
pero más inverosímil me parece
tener diecisiete años.

(Ese acceso, en paréntesis
a un universo tan compacto
que cabe misteriosamente en este
pero que lo excede, lo abusa, lo inquieta,
y finalmente cae corto, se tropieza con el hilo
de su propia máscara, y desvanece.
La nueva máscara no reemplaza a la anterior
de repente ya estaba ahí, creció en el espacio
entre el rostro y la ilusión, fingimos reconocerla
y seguimos. Quizá por eso la sentimos más real,
éramos tan conscientes de la otra imagen
cuando la levantamos entre las migas de los adultos
y nos la llevamos disimuladamente al espejo
deformando y forzando los detalles para que nos entrara)

Supongo que todos los viajes de egresados
son esencialmente el mismo viaje,
la siguiente anécdota, por lo tanto,
nada tiene de especial, un esbozo
bastante prolijo quizás, de un fragmento
de ese texto mayor e inaccesible.

La propuesta de hacer una excursión nocturna
por el valle nevado, que resplandecía como el cuarzo
bajo la luna, fue demasiado audaz como para rechazarla.
Salimos del hotel sintiendo que escapábamos,
que ser vistos equivalía a una aprobación
y que la aprobación invalidaba la aventura.

La luna brillaba redonda e ininterrumpida
y nos acompañaba un aura vagamente erótico
que, sin impulsar nuestras acciones, las iluminaba
y las hacía posibles. No sé cuán conscientes éramos,
de esa noche sólo existe el recuerdo, pero una coloración
matiza totalmente el revelado, tiñe la imagen
con una tímida exaltación, un fulgor, tenue pero preciso,
que no es la pátina lunar, pero que resplandece en ella.
Bañados en esa gama celeste, avanzábamos por la nieve,
dejando a nuestro paso el dibujo, largo, confuso, conjunto
y evidente, de un íntimo desfile de amor, amistad y deseo.
(Aunque en los detalles vislumbro también todas nuestras peleas,
los lazos y las separaciones, las faltas de comunicación fingidas
y las genuinas, los triángulos, los círculos, las líneas,
las huellas, los miedos, las recaídas)

El viento estaba muy presente, nos envolvía,
un canto suave, ondulado y abrasivo,
y si vimos una nube en algún momento, no lo recuerdo.
Caminamos durante horas, tomando vino,
contando historias, cambiando de lugar y de pareja,
sintiendo todo eso, tan presente, la montaña.
Teníamos linternas, pero no las usamos,
no hacía falta, los gestos y expresiones más sutiles
se distinguían claramente ahí afuera.

Y nos perdimos, y nos desesperamos,
y caminamos en círculos, pero incluso eso
lo abrazamos como algo que debía suceder,
un momento clave de nuestra existencia, al cual
había que acercarse indirectamente para que aconteciera.

Y después empezó a clarear
y parecía un fantasma lo que se veía en el oriente,
dándole un nuevo sentido, para nosotros,
al silbido inquieto que nos había acompañado esa noche.

El sol no alteró mucho la situación,
ni siquiera nos aseguraba que no fuera un sueño.
El paisaje que se extendía ante nosotros
fue entonces la definición de misterio,
y el coraje que nos inspiraba
tenía mucho que ver con el miedo y la muerte.

Y sin embargo, dejando atrás una línea de árboles,
divisamos, en la distancia, una construcción humana.
Durante un rato no parecía que se acercara a nuestro paso,
de repente triplicó su tamaño, como en una animación torpe.
Seguía muy lejana, pero la comprendimos grande, quizá inmensa,
probablemente de madera, y separada de cualquier camino.

El silbido fue aumentando en volumen,
provenía de ahí adentro. Parecía una catedral, y lo era,
hecha totalmente de ramas y troncos.

Entramos, la gente cantaba en un idioma extraño.
Alguno de nosotros, no me acuerdo quién,
dijo que era galés, y nos habló sobre la colonia.
Yo no tenía idea, no sabía si debía creerle.

La melodía era de otro mundo, los instrumentos
la recreaban para adentro, como envolviendo una esfera,
agrandándola a cada compás.
Las voces parecían alejarse y regresar, o más bien
estaban todo el tiempo regresando. Había muchísima gente,
parecían variaciones de una sola persona, todos
tenían un instrumento en las manos, y el aire musical
brotaba del centro como en una fuente europea.

Allí, en el círculo interior, vibraban los vientos,
un núcleo de trompetas, de tubas y de fagots,
de clarinetes, oboes, cornetas y de trombones,
de flautas, gaitas y saxofones, que repetía un suspiro
una y otra vez, con múltiplos y variaciones,
como si hubieran comprobado que así y sólo así
era la existencia posible, un mantra expansivo
que podía englobar el universo, pero no lo hacía.

Soplaban con una veneración tremenda, era casi insoportable
ver cómo los instrumentos, más que medios para la devoción,
eran la causa y el origen de todo lo que estaban adorando.
Por alguna razón lo vimos muy claro, o quizá sea el recuerdo
el que lo aclara, ahí adentro, en ese círculo religioso,
los instrumentos eran primero, los músicos después.
Toda esa gente, la catedral, el cosmos,
eran meras articulaciones de un lenguaje superior,
no rodeaban al instrumento, era el instrumento el que los emitía.

Fue imposible interferir en la escena, siquiera sostenerla,
con el tiempo nos vimos alejados, volvimos
al medio de la nada, el paisaje montañoso nos reabsorbió,
rápidamente llegamos a una ruta.

En el hotel nadie supo que nos habíamos ido,
la normalidad fue al principio exasperante,
de golpe estábamos volviendo a Buenos Aires.

No tengo una explicación para todo esto,
siento que la aceptación no es una parte sino el conjunto,
y que todo lo que me pasó desde entonces
es una variación de esa experiencia.

2 comentarios:

bretón dijo...

Muy bueno.

Mikel dijo...

breton! siempre que dejás un comentario pienso, éste se debe haber escrito alguna, y nada. qué chabón.

abrazo